quarta-feira, 1 de setembro de 2010

40- Plurinacionalidade - Nacionalismo y multiculturalismo

NACIONALISMO Y MULTICULTURALISMO
Ramón Máiz
“La coexistencia de varias naciones en el interior de un mismo Estado es
una prueba elocuente de su libertad”
Lord Acton
Essays on Freedom and Power
SUMARIO: Introducción. I.- Nacionalismo. 1. Un concepto de nación
normativamente defendible. 2. Argumentos normativos: la nación en la
teoría de la democracia a) la nación como contexto cultural de decisión, b)
la nación como comunidad moral de obligación, c) la nación como foro de
deliberación democrática. 3. Los arreglos institucionales:
autodeterminación y federalismo. II.- Multiculturalismo. 1. Un concepto
de cultural normativamente justificable. 2. Políticas públicas del
multiculturalismo
Introducción
A finales de los años setenta del siglo XX, la concepción del Estado como
Estado nación comenzó a revisarse en profundidad, tanto en las políticas y
arreglos institucionales de distribución del poder de algunos países, cuanto
en la elaboración normativa de la teoría política. El giro que se produce en
la obra de Rawls entre La teoría de la Justicia y la teoría “política, no
metafísica” de Liberalismo Político o El Derecho de Gentes, ejemplifican
este nuevo estado de cosas. De este modo, una comprensión del Estado de
carácter monocultural y uninacional, que abocaba al centralismo e incluso a
lectura uniformista del federalismo, así como a la asimilación como política
usual de inmigración (“Anglo-conformity”), daría paso a importantes
novedades. Así, por ejemplo, aparecerían experiencias de federalismo
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multinacional en Canadá, Bélgica o España, posibilitando el
reconocimiento del pluralismo cultural, lingüístico e identitario de estos
países. Tras la iniciativa de Canadá, en 1971, irrumpirían asimismo las
políticas públicas del multiculturalismo en Nueva Zelanda, Australia,
Suecia, Holanda, Reino Unido y en los Estados Unidos, que asumían una
tolerancia mayor en el mantenimiento de la cultura propia de los
inmigrantes y otros grupos étnicos, culturales y religiosos.
Esta evolución teórica y política hacia la asunción normativa de la
complejidad en las sociedades contemporáneas, originaría un desarrollo
extraordinario en la teoría política que podemos dividir en tres etapas: 1)
una fase inicial, en los años ochenta, centrada en el debate liberalismo/
comunitarismo, en torno a las criticas a la obra de Rawls de quienes - frente
a una ciudadanía individualista, y una teoría de la justicia que desembocaba
en su prioridad sobre las ideas de bien - reclamaban la inserción normativa
del sujeto en la comunidad portadora de una idea específica de vida buena.
En este primer momento, la defensa de los derechos colectivos (“minority
rights”) implicaba asumir en buena medida las tesis comunitaristas de
Taylor a Walzer, pasando por Sandel; a saber: contraponer autenticidad a
Autonomía, Estado culturalmente intervencionista frente Neutralidad
estatal, comunidad frente a sociedad, prioridad del bien sobre la idea de
justicia etc. (Kymlicka 2001: 19).; 2) la segunda etapa, en los años 90,
supuso un traslado del debate al interior del propio liberalismo, producto de
la plausibilidad, pero también de los límites patentes de las críticas
comunitaristas. De ahí la nueva pregunta: ¿cómo es posible pensar los
derechos colectivos desde la teoría liberal?. La respuesta de Raz, Miller,
Tully, Kymlicka o Tamir, pondría en primer plano un concepto de cultura
concebida como contexto de decisión y autonomía de los individuos. Se
abriría entonces un matizado y complejo debate en torno al suplemento o
vulneración de los derechos individuales mediante el reconocimiento de los
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derechos colectivos, de la legitimidad de las “protecciones externas” a las
comunidades culturales y las “restricciones internas” a sus miembros
(Kymlicka 1995: 45); 3) la tercera, y todavía en vigor, de las etapas se abre
a finales de los años noventa y se muestra más atenta los procesos legítimos
e ilegítimos de construcción nacional, a la necesidad de adaptar la idea de
ciudadanía igual a las realidades de las sociedades plurales modernas, y de
pensar cabalmente la articulación de las demandas nacionalistas y
multiculturales con los requerimientos de la teoría de la democracia:
republicanismo, deliberación etc. Así, de la mano del programa de
Habermas de la ética discursiva y las normas de respeto universal y
reciprocidad igualitaria, se procede a la introducción en el diálogo sobre el
mundo de la vida de los dilemas y conflictos de los individuos entre sus
varias pertenencias identitarias. Se presta ahora una renovada, si no
enteramente nueva atención a la constitución dialógica y narrativa de las
identidades, a los discursos como prácticas de deliberación, centradas en la
negociación de sentidos compartidos por encima, que no en contra, de las
divisiones multiculturales (Benhabib 2002: 16).
Cierto que asimismo toda una serie de autores (y políticas) cuestionarán
simultáneamente estos desarrollos institucionales y teóricos por las más
diversas razones; a saber: porque la politización de la etnicidad puede
generar nuevas divisiones y conflictos (Glazer 1983); porque las políticas
multiculturales pueden disolver los lazos que confieren unidad a la nación
(Ward 1991); porque la puesta en primer plano de la cultura en la teoría
política implica el abandono del tema central de la igualdad (Barry 2001);
porque la federalización de los sistemas políticos provee de recursos a las
minorías nacionales, lo que se traduce en aumento y radicalización de sus
demandas (Mozaffar y Scarrit 2000) etc. etc.. En este capítulo, si bien
haremos mención ocasional a alguna de estas críticas, que no carecen de
interés, nos centraremos, sobre todo, en los desarrollos y divergencias
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normativas de los autores que conforman el núcleo del debate del
“nacionalismo liberal” y el “multiculturalismo”.
Un déficit, endémico en las dos primeras fases de esta prolija discusión, es
la frecuencia con que la misma ha discurrido al margen de la decisiva
aportación de las ciencias sociales contemporáneas en este campo. Tal
despreocupación se ha traducido en, al menos, dos muy negativos efectos
para la teoría política normativa que aquí nos ocupa: 1) la acrítica asunción
de un concepto objetivista y sustancialista de comunidad; 2) la escisión
analítica entre las demandas de las naciones minoritarias, por un lado, y los
grupos étnicos, por otro.
En efecto, en primer lugar, buena parte de los problemas y de las
insuficiencias iniciales de la teoría política del nacionalismo liberal y el
multiculturalismo, se derivan de una concepción de las naciones o las
comunidades culturales como grupos prepolíticos, resultado objetivo de los
“hechos” sociales, demográficos y étnicos diferenciales. Las reflexiones
recientes han puesto de relieve,empero, que buena parte de la primera
teoría política del nacionalismo y el multiculturalismo resultaba deudora
de asunciones claramente insostenibles: 1) hacia el interior, se consideraba
a las culturas y las naciones como totalidades orgánicas, integradas y
homogéneas, ignorando o poniendo en segundo plano la diversidad interna,
la pluralidad de interpretaciones y proyectos concurrentes, así como el
conflicto entre los mismos; 2) hacia el exterior se concebía a las culturas y
las naciones como entidades claramente individuables y distinguibles,
subrayando la diferencia que separa el “nosotros” del “ellos”, lo “propio”
de lo “ajeno”, minusvalorando los elementos comunes; 3) naciones y
culturas eran consideradas (y aún lo son en buena medida) como entidades
cristalizadas en la historia, como conjuntos dados de antemano y
esencialmente ajenos a cualquier eventual proceso de evolución, cambio o
reformulación; 3) esto se traducía a su vez en que la pertenencia se
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equiparaba a la socialización pasiva en la tradición, en la inmersión y
aceptación acrítica de las pautas y formulaciones proporcionadas por los
legados históricos, al margen de cualquier participación libre y creativa de
los integrantes de la mismas en su constitución; 4) lo cual se prolongaba en
una concepción aislacionista y conservacionaista de la cultura y las
naciones, como si el debate, el cambio, el mestizaje o la incorporación las
pusieran en peligro, en riesgo de degeneración y debieran ser protegidas en
su supuesta pureza prístina; 5) todo ello abocaba a una perspectiva de las
identidades colectivas de grupo o nación como identidades excluyentes,
separadas, incomunicadas, alumbrando, en rigor, una suerte de
multicomunitarismo, según un ideal de naciones y comunidades floreciendo
unas al lado de otras, encerradas las primeras en su propio estado, las
segundas en sus modos de vida; 6) finalmente esto implicaba un
culturalismo comunitarista conservador que dejaba escaso margen para
relacionar las demandas de reconocimiento con al menos dos dimensiones
básicas y estrechamente relacionadas de la política democrática radical: la
igualdad económica y la deliberación política.
De manera muy diferente, la ciencia social contemporánea, de la mano de
una óptica constructivista de varia índole, ha insistido en la naturaleza de
proceso complejo de las naciones y culturas, en su apertura e
indeterminación, a resultas tanto de su naturaleza interna plural y
conflictiva, cuanto de la inevitable dimensión relacional de contactos,
experiencia histórica y flujos de comunicación con otras comunidades. Esta
naturaleza dinámica y contestada, esto es, en rigor política de las naciones
y las culturas, resulta decisiva desde el punto de vista normativo que aquí
interesa, pues sitúa en primer plano, frente al vocabulario del
reconocimiento y la autenticidad (Taylor 1992, Kymlicka 1995), la
atención a los procesos de construcción nacional, la pluralidad interna de
las culturas, la posibilidad de identidades superpuestas, la igualdad de
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oportunidades en la producción de la propia cultura o nación (Seymour
1996, Norman 1999, Carens 2000, Benhabib 2002). La revisión que se
apunta es, pues, sustantiva, pues entre otras cosas, difícilmente se puede dar
cuenta normativa de los procesos de construcción nacional y formación
grupal, sin una previa revisión de la concepción de comunidades y naciones
como hechos objetivos dados de antemano (“taken as givens”)(Kymilicka
1995: 184).
En segundo lugar, la desatención a las aportaciones de la ciencia social se
ha traducido en una separación, desde el punto de vista de los principios, en
exceso tajante, de las naciones y los grupos étnicos. También aquí el uso de
una concepción estática y objetivista de los grupos y las naciones alumbra
una problemática distinción, en autores como Kymlicka (1995) o Miller
(1997), fundamentada en criterios tales como la concentración territorial
de la minoría, la viabilidad de una cultura (“cultura societaria” en
Kymlicka, “cultura pública” en Miller), la presencia de una lengua común
etc. Una tal distinción en términos de principio no deja de constituir una
problemática traducción de la clasificación en términos políticos, basada en
las diferentes demandas en un momento y contexto dados, entre aquellos
grupos con derechos de autogobierno (naciones) y los que no los poseen
(grupos étnicos). Pero esta articulación sustancial de cultura, territorio y
naturaleza nacional, resulta ahistórica, estática, y presenta al menos dos
problemas: 1) la circularidad de un razonamiento que introduce el derecho
de autodeterminación como elemento configurador del propio concepto de
nación y deduce así, sin solución de continuidad, un derecho (a Estado
propio), de una constatación de hecho (una comunidad generada por la
presencia de rasgos objetivos: lengua, cultura etc.); y 2) la escasa atención
que se presta a la contingencia de la evolución y la construcción de los
grupos, sus identidades y sus demandas. Estudios recientes muestran que
los grupos y naciones no deben ser considerados como entidades fijas e
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inmutables sino en términos de un campo de posiciones diferenciadas y
competitivas, adoptadas por diferentes organizaciones, partidos y
movimientos, postulándose como representantes de los intereses reales del
grupo (Laitin 1995, Brubaker 1996, Stavenhagen 1996, Gurr 2000). La
reificación de las categorías se traduce en políticas desatentas al pluralismo
y la evolución de las demandas de los grupos y, muy especialmente, deja en
precario a los miembros de las subminorías y grupos dentro de una nación
minoritaria, así como de las minorías inmigrantes dentro de naciones
mayoritarias o minoritarias en proceso de adquisición de autogobierno
(Tamir 1996 : 82, Young 200: 155; Benhabib 2002:: 65).
El arguento de Kymnlicka y Miller, al convertir las innegables diferencias
objetivas entre inmigrantes y naciones minoritarias en dos mundos aparte,
cualitativamente diferenciados de modo radical, y desconectados en su
elaboración teórica, resulta normativamente cuestionable desde las
aportaciones del debate en torno al nacionalismo liberal y al
multiculturalismo. En efecto: 1) ante todo la distinción se realiza
asumiendo acríticamente el postulado nacionalista, de tal modo que el
concepto de nación domina verticalmente la entera lógica clasificatoria
entre naciones y grupos étnicos, y la posición jerárquica de aquéllas
justifica a la vez el “derecho” a la autodeterminación y la necesaria
“integración” de los inmigrantes; 2) introduce una perspectiva en exceso
estática, pues la preferencias de los grupos no están dadas de antemano de
una vez y para siempre, sino en permanente proceso de formación. Así,
olvidando que los grupos ajustan sus demandas a la percepción de sus
posibilidades, de la evidencia empírica de precariedad y minimalismo de
las demandas institucionales de los grupos inmigrantes, Kymlicka deduce
la inferior posición normativa de rango en sus identidades grupales y las
considera destinadas a desaparecer mediante la integración progresiva en la
sociedad mayoritaria; 3) pero aún más, como quiera que el concepto de
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nación es performativo, esto es, contribuye a crear la realidad que pretende
meramente expresar, y el cometido normativo del concepto de nación
según el nacionalismo es legitimar el derecho a la autodeterminación,
muchos grupos y comunidades tienden a autocomprenderse,
crecientemente, como naciones, para fortalecer sus demandas de
autogobierno y autonomía cultural. La autodenominación “naciones indias”
de los indígenas en America del norte, centro y sur, es bien elocuente al
respecto: desde las first Nations de Canadá, hasta la nación mapuche de
Chile, pasando por la naciones Mayas en Guatemala, el vocabulario del
nacionalismo forma parte del mismo esfuerzo político organizativo y de
movilización para traspasar la frontera de constituir meros grupos étnicos
destinados a la aculturación y la marginación (Máiz 2001); 4) se
imposibilita de esta suerte, la crítica normativa de las políticas de
asimilación e integración, aplicadas a grupos y comunidades que reclaman,
no sólo derechos transicionales para atenuar los efectos de la aculturación
en la primera generación, sino fórmulas de acomodación y reconocimiento
permanente, jurídicamente garantizadas (Moore 2001: 106).
Frente a esta perspectiva, parece más plausible representar la diferencia
cultural-nacional en términos de un continuo en uno de cuyos extremos se
situarían individuos aislados de sus comunidades, pero que desean retener
su identidad comunitaria, y en el otro naciones dotadas de autogobierno
sustantivo (con Estado independiente o como Estado federado integrado en
una federación). De hecho, evitar una dicotomía reificadora, fundamentada
en principios objetivos, que postule una nítida solución de continuidad
entre naciones y comunidades étnicas, lleva a algunas pensadoras, como
Young, a proponer la sustitución en el ámbito normativo del concepto de
nación por el de “pueblo diferenciado” (Distinct People). Esto es, a
reemplazar una ontología sustancial (social) por una ontología relacional
(política), de tal suerte que un grupo no se defina (y se postulen en
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consecuencia sus derechos colectivos) en virtud de una supuesta naturaleza
esencial (objetiva), sino mediante el encuentro, interacción y negociación
de identidades con otros grupos (Young 200: 161). Es éste un postulado
central del análisis constructivista contemporáneo de las identidades: las
preferencias (demandas políticas), los rasgos específicos de diferencia y la
identidad colectiva de los grupos se generan simultáneamente en el mismo
proceso. Esto es, las categorías sociales de pertenencia, y las fuentes de la
dignidad y autorrespeto colectivos, se coimplican en cuanto dimensiones
políticas fundamentales de la identidad (Fearon 1999).
Por todas estas razones resulta preciso vincular los argumentos de la unidad
y la diversidad, esto es, los derivados de la construcción la cultura común
nacionalitaria como refuerzo de la ciudadanía y la participación, propios
del nacionalismo liberal, con los derivados de las demandas de
acomodación equitativa de la pluralidad de formas de vida, característicos
del multiculturalismo (Moore 2001: 178). Y así, las dimensiones de la
común identidad nacional y la pluralidad subnacional y cultural, se
articulan, esto es, transforman y resultan a su vez transformadas por las dos
dimensiones claves de la ciudadanía: la igualdad de oportunidades para la
participación y las virtudes cívicas necesarias para la deliberación.
Realizadas estas precisiones introductorias, veamos separadamente, a
efectos didácticos, las dimensiones teórico-normativas más básicas del
nacionalismo liberal y el multiculturalismo.
I. Nacionalismo.
Desde John Stuart Mill, en sus Consideraciones sobre el Gobierno
Representativo, hasta la Teoría de la Justicia de Rawls, la teoría política
liberal se ha construido en torno al concepto de Estado nación asumiendo,
implícita o explícitamente, que “es condición necesaria de las instituciones
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libres, que los límites de los Estados deben coincidir con los de las
naciones” (Mill 1861: 184).
Sin embargo, los años setenta del siglo veinte testimoniaron una crisis del
Estado nación, tanto en la práctica como en la teoría, como evidencia
indiscutida y fundamento implícito o explícito de la libertad y la igualdad.
En la práctica, en el interior de diversos Estados (Canadá, Bélgica, Reino
Unido, España...) minorías nacionales reclamaron con reforzados
argumentos, muchas veces desde los propios principios liberales, demandas
de autogobierno y reconstrucción plurinacional de sus Estados. En la teoría,
habría que esperar a los años noventa para que, frente a las críticas liberales
clásicas al nacionalismo, como las de Kedourie (1966) o Minogue (1967),
la polémica en torno a lo que daría en llamarse “nacionalismo liberal”
pusiera en primer plano tres cuestiones: 1) ¿por qué el modelo del Estado
nación ha sido tan determinante en la teoría política moderna?; 2) ¿por qué
las minorías nacionales han constituido rasgos tan perdurables de la vida
democrática de los países occidentales?; 3) ¿cuál es la relación entre
nacionalismo mayoritario y minoritario, entre democracia nacional y
pluralismo cultural? (Kymlicka 1989, 1995; Tamir 1993; Miller 1995;
Laforest 1995; Canovan 1996; Couture, Nielsen y Seymour 1996; Gilbert
1998; Moore 1998; Beiner 1999)
La teoría normativa de la democracia abriría así un nuevo campo de
reflexión en torno a los criterios que permiten discriminar entre versiones
defendibles e indefendibles de la idea de nación, desde las exigencias
liberal-democráticas. Dicho en otros términos: la teoría política asumió por
vez primera la tarea normativa de evaluar sistemáticamente los criterios
admisibles e inadmisibles de construcción nacional (Norman 1996, 1999).
1.- Un concepto normativamente defendible de nación.
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La teoría normativa del nacionalismo se ha visto, ante todo, en la necesidad
de superar un primer postulado que generaba numerosos problemas para
analizar en profundidad la naturaleza de las naciones desde la teoría de la
democracia: la distinción entre nacionalismo étnico y nacionalismo cívico.
Es esta una tradición que viene de lejos, desde la tradicional alternativa
alemana entre Kulturnation oder Staatsnation, la dualidad posterior entre
“Naciones con historia” (Estados nación) y “naciones sin historia”
(naciones asimiladas) (Bauer (1907) 1979), dualismo que subyace en la
clásica distinción de Hans Kohn entre nacionalismo occidental (cívico) y
oriental (étnico) (Kohn 1945).
Así, por una parte, el nacionalismo cívico, que presidiría normativamente la
construcción de los Estados nación liberales, implicaba que la comunidad
en un conjunto de ciudadanos que se fundamenta, no en la tradición, el
común origen, la historia o la cultura compartidas, sino en la adhesión a
los principios y valores políticos de la democracia, la libertad y la igualdad
(Schnapper 1994, Ignatieff 1993, Finkielkraut 1995). Tal es la idea que de
subyace más recientemente tras la noción de patriotismo republicano
(Viroli 1997) o patriotismo constitucional reformulada y disvulgada por
Habermas en su ensayo “Conciencia histórica e identidad postradicional”
(Habermas 1989).
De modo muy diferente, el nacionalismo étnico definiría la nación en
términos orgánicos, a partir de elementos “objetivos”: “raza”, historia,
tradiciones, lengua, alma colectiva (Volksgeist) etc. Así, la pertenencia a
una comunidad sería algo dado, natural, producto del destino histórico, del
hecho de compartir unos rasgos diacríticos al margen de la voluntad
política, incluso de la conciencia de pertenencia, así como de la
circunstancia contingente de que la nación dispusiera o no de un propio
Estado (“minoría nacional”, “nación sin Estado”). Este nacionalismo, que
reverbera en el pensamiento romántico en sentido lato de Herder a Fichte,
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adoptaría la cultura y la lengua, como elementos centrales en su
formulación contemporánea.
Pues bien, la teoría política normativa del nacionalismo parte de la crítica
de esta clásica, simplificadora y aún hoy extendida clasificación,
subrayando que: 1) todo nacionalismo “cívico” conlleva decisivos
componentes culturales; y 2) todo nacionalismo “cultural” posee una
capital naturaleza política y plantea importantes problemas de delimitación
de la ciudadanía. Veamos brevemente ambos extremos.
En primer lugar, la tesis de que los nacionalismos cívicos implican
exclusivamente una neutra adhesión a los principios políticos liberales no
resiste el menor análisis. La idea de un Estado neutral (Rawls) en lo que
respecta a la cultura de los ciudadanos, no es sino la importación al ámbito
cultural de la neutralidad estatal en materia religiosa. Pero un divorcio entre
cultura y Estado no es posible, y de hecho ningún nacionalismo cívico ni
fue, ni es, únicamente cívico. Todos los modelos de nacionalismo cívico,
véase los ejemplos clásicos de USA o Francia, han estado directamente
concernidos, más allá de los principios liberales, con la creación de una
identidad común, imponiendo desde la administración, la escuela o el
ejército, una lengua oficial, un relato histórico canónico, un conjunto de
mitos y símbolos comunes. Así, detrás del patriotismo republicano francés
de la Revolución, residió en todo momento un discurso y una practica
nacionalista étnico-cultural destinada a crear una “nation une”, a definir el
pueblo francés, sus lazos con la historia, los mitos fundadores de los
orígenes igualitarios (galos), el mito (celta) de la libertad, y la imposición
de una lengua e historia oficial de la nación francesa. Otro tanto cabe decir
del proceso de fundación de la república americana, pues tras la creación
del estado federal, residió todo un proceso de producción política de una
nación étnico-cultural - blanca, protestante y de lengua inglesa - como
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puede comprobarse en los esfuerzos realizados para garantizar una mayoría
anglófona en Tejas o Florida (Kymlika 1998: 26).
Así, pues, lejos de la pretendida “neutralidad estatal” en materia
etnocultural, todo Estado nación fue y es a la vez cívico y étnico, lo que
implica unos supuestos que no pueden ser considerados como
autoevidentes y hurtados a la evaluación normativa: 1) la imposición de la
cultura, lengua y relato histórico de la comunidad mayoritaria sobre las
minorías, destinadas a la aculturación; y 2) la capital desventaja de
ciudadanía que de ello se deriva para los miembros de las culturas
minoritarias. Que este proceso de imposición de una común cultura, lengua,
narrativa etc. se concilie con el pluralismo religioso, político y de valores
personales, no quiere decir que sea normativamente justificable ni trivial en
sus efectos para las comunidades subnacionales.
La teoría política abre así la reflexión sobre la defendibilidad normativa de
los procesos de construcción nacional. Pues del hecho de que los procesos
históricos que condujeron a los Estados nación, aunaran en el mismo
proceso de edificación de la administración territorial, un mercado
nacional, un sistema jurídico y fiscal común, la destrucción de la pluralidad
cultural y la humillación de sus minorías, no puede deducirse, sin incurrir
en una típica falacia es/debe (Hardin 1995: 60), el valor positivo del
monoculturalismo y su inevitabilidad, en aras de la consecución de la
ciudadanía libre e igual. Precisamente, la nueva teoría del nacionalismo
“liberal”, aporta argumentos mediante los que la necesidad de vínculos
comunes de Esatdo no tiene por qué implicar normativamente la
asimilación y el monolingüismo como única opción posible.
Ahora bien, la teoría normativa del nacionalismo liberal no sólo postula 1)
que todo patriotismo o nacionalismo cívico implica o presupone elementos
“étnicos”: cultura, historia, tradiciones; sino que 2) no todo elemento étnico
es normativamente justificable desde la teoría de la democracia. Así,
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resulta preciso rechazar (Depuración I) algunos componentes centrales del
capital ideológico de los nacionalismos: la “raza” como superposición de la
dimensión cultural sobre características somáticas; el Volksgeist como
totalidad espiritual o misión de la nación que cercena la autonomía del
individu; el Territorio como espacio vital que determina los destinos de los
pueblos etc. Todos estos rasgos no sólo liquidan cualquier posibilidad de
libertad y autonomía de los ciudadanos, sino que reclaman un guía
carismático, intérprete de la homogenidad sustancial de la nación y su
destino (Villacañas 1991). De ahí se sigue, en la argumentación del
nacionalismo liberal, la necesidad de aligerar el insoportable peso
antidemocrático de todos estos componentes orgánicos, y reducir la nación
a su sola dimensión cultural.
La teoría normativa de la nación da así un segundo paso: puesto que tanto
los nacionalismos cívicos como los étnicos son fenómenos dotados de una
decisiva matriz cultural, resulta preciso abordar sustantivamente la
elaboración de un concepto justificable de cultura. Ya hemos visto los dos
primeros momentos del argumento: 1) la insuficiencia de los principios
políticos y constitucionales (patriotismo cívico), 2) la inadmisibilidad de
los elementos organicistas y deterministas. La pregunta que se plantea a
continuación es ¿cuál debe ser el contenido de la “cultura social” (societal
culture) (Kymnlicjka 1995: 76) o “cultura pública” ( public culture)(Miller
1995: 34) de la nación, conciliable con las exigencias democráticas?.
Inicialmente, y a resultas de que la teoría normativa del nacionalismo,
como ya hemos indicado en la introducción, nació deudora de las tesis
comunitaristas, el contenido del concepto “cultura” se formuló en un
sentido fuerte. Esto es, la cultura nacional se consideró portadora, no sólo
de la lengua, narrativa, mitos y símbolos nacionalitarios, sino también de
unos valores compartidos, esto es, una concepcion de “vida buena”
nacional, una suerte de horizonte moral y político comunitario, cuya
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asunción discriminaría al “nosotros” del “ellos”, lo “propio” de lo “ajeno”
según la máxima: “así es como nosotros hacemos las cosas aquí” (“This is
how we do things here”) (Barry 2001: 107).
Entendida de este modo, empero, la noción de cultura, incorporando la
“ideología de los valores compartidos” (Norman 1995), resulta
simultáneamente: 1) implausible desde el punto de vista empírico, dado el
carácter plural de las sociedades contemporáneas que vuelve quimérica esa
idea de “bien nacional”; e 2) injustificable desde el punto de vista
normativo, en cuanto a) contraria al pluralismo tanto de intereses, como de
valores, fines e ideas de vida buena, propios de todo país democrático, y b)
incompatible con la idea irrenunciable de libertad como autonomía
individual y capacidad de evaluación crítica de interpretaciones y códigos
recibidos, de construcción personal de la idea de bien y revisión de los
propios fines.
Por estas razones, los teóricos liberales de la nación se distanciaron de la
concepción comunitarista de los valores y fines comunitarios-nacionales
como constitutivos de la identidad personal (MacIntyre 1981: 165, Sandel
1982: 150), y procedieron a elaborar un concepto de cultura nacional
(Depuración normativa II) “fuera de la esfera normativa” (Tamir 1993: 90),
esto es, capaz de acomodar sobre un fondo cultural compartido una nación
policéntrica, una “sociedad distinta pluralista” ( Laforest 1995: 90).
Esta cultura nacional en sentido débil (thin nacional culture) (Kymlicka
1997: 40), que postula el segundo argumento del nacionalismo liberal,
puede a la vez: 1) suministrar un común lazo identitario nacional, que 2)
dota de sentido a la instituciones proporcionando un horizionte
interpretativo específico, 3) lo que permite su articulación con los
principios de justicia liberales, y 4) resulta compatible con el pluralismo de
ideas de bien y la autonomía de cada ciudadano.
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Ahora bien, una vez destacado el componente cultural de todo
nacionalismo y doblemente depurada la noción de cultura desde las
exigencias normativas de la democracia, la teoría liberal de la nación se ha
visto crecientemente confrontada con un ulterior desafío. En efecto,
subyaciendo al argumento de la relevancia de la cultura nacional de
Kymlika, Canovan o el Miller de De la Nacionalidad, puede detectarse la
problemática asunción de que las naciones y sus culturas son algo dado de
antemano por la historia de cada país, un conjunto cristalizado y estático
de elementos varios (lengua, narrativa histórica, canon literario, mitos y
símbolos). Pero esto nos remite al legado organicista, ya examinado en la
introducción, de las culturas nacionales como totalidades compactas,
congeladas, homogéneas en el interior y claramente diferenciadas hacia el
exterior. Sin embargo, los análisis contemporáneos del nacionalismo desde
las ciencias sociales han puesto de relieve de modo reiterado que esta
pretensión es empírica y teóricamente insostenible: las naciones no son
entidades objetivas cristalizadas, sino procesos abiertos de construcción
política, resultado de conflictos y luchas internos y externos (Laitin 1995,
Brubaker 1995, Stavenhagen 1996, Gurr 2000). Estos estudios han
insistido en que las naciones no son el punto de partida, sino el contingente
resultado de un complejo proceso de producción política en el que
intervienen factores constitutivos varios: 1) unas precondiciones étnicas y
culturales, consideradas no como una diferencia “natural” y autoevidente,
sino como el producto de un trabajo de selección, filtrado e invención
realizado por los intelectuales y movimientos nacionalistas; 2) unas
precondiciones sociales y económicas activadoras, que favorecen la
aparición de intereses económicos presentables como los de la entera
comunidad, pero potenciando los de unos sectores sociales y marginando
otros; 3) una favorable estructura de oportunidad política, tanto desde el
punto de vista de los actores (aliados, desalineamiento electoral), cuanto de
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las instituciones (descentralización política, autogobierno ); y 4) una eficaz
movilización política que mediante un trabajo organizativo y discursivo,
construye no solo la nación como comunidad política, sino una versión
determinada de la cultura, narrativa y mitos nacionales (Máiz 1997, 2003).
Ahora bien, la constatación de que la nación no es un dato objetivo sino un
proceso complejo y contestado, obliga a cuestionar algunas asunciones de
la primera teoría nacionalista liberal, y a la formulación de un tercer
argumento normativo que, más allá de la de la unilateralidad cultural,
atienda a la dimensión política inesquivable de los procesos de
construcción nacional. Pues el concepto de culturalista, aún doblemente
depurado de sus componentes racistas y antidemocráticos, y de sus
pretensiones comunitaristas de los valores compartidos, presenta todavía
una serie de problemas normativos que podemos sintetizar como sigue: 1)
la relación entre política y cultura nacionales esta descompensada hacia la
segunda dimensión, a partir de una insostenible consideración de las
culturas como sistemas coherentes de narrativas, mitos fundadores, lengua,
etc.; esto es: desconoce el pluralismo interno, versiones e interpretaciones
varias de toda cultura y los conflictos y luchas que se libran en su interior;
2) como atestigua la autopregunta “¿por qué las minorías nacionales no
deben tener los mismos poderes de construcción nacional que las
mayorías?” (Kymlicka 2001: 29), descansa sobre una comprensión
nacionalizadora y etnocrática del autogobierno; las minorías nacionales se
ven, así, abocadas a reproducir a menor escala la injustificable lógica
uniformadora del Estado nación: un Estado, una Nacion, una Cultura, una
Lengua, un relato hsitórico; 3) desconsidera normativamente que las
menorías nacionales, una vez dispongan de propio autogobierno, se verán
enfrentadas a responder a problemas similares a los que orientan su propias
demandas: el pluralismo interno, el respeto de los contextos culturales y
lingüísticos de sus propias minorías; 4) fundamenta una injustificable
18
sumisión de las minorías inmigrantes a las minorías nacionales, en cuanto
“meros grupos étnicos”, no nacionales, al no ofrecer, como ya se ha visto
en la introducción, en razón de los criterios utilizados (no territorialidad,
demandas minimalistas, “voluntariedad” de la emigración) otra vías que la
asimilación, lo que les confiere un estatuto de ciudadanía de segunda. De
hecho, la no idoneidad de estos criterios de hecho para una elaboración
normativa, puede verse en que la falta de motivación y capacidad para el
autogobierno de los inmigrantes, se aplica asimismo a muchas minorías
nacionales, lo que llevaría a negarles, de la mano de la misma falacia
es/debe, los derechos de autogobierno. La lógica nacionalista se muestra
aquí, de modo inconsistente, no ya ajena sino contradictoria con la lógica
multiculturalista.
Todas estas deficiencias apuntan a una problemática asunción común a las
primeras teorías del nacionalismo liberal: la desconsideración del carácter
político, no meramente étnico-cultural de las naciones. Dicho de otra
manera: la movilización, organización, discurso nacionalistas, las
instituciones de autogobierno etc. no reflejan, manifiestan o expresan,
naciones subyacentes, sino que propiamente las constituyen como tales,
como fenómenos contingentes, dependientes de su trayectoria y contexto
específico.
¿Cuáles son las consecuencias normativas de ello?. En contra de la opinión
de algunos teóricos normativos de que la teoría explicativa constructivista
“no proporciona mucha orientación prescriptiva” (Moore 201: 9), se ha
puesto de relieve por parte de otros la necesidad de un tercer giro
argumental en la teoría liberal de la nación (Seymour 1996, Miller 2000,
Carens 2000, Benhabib 2002); a saber: es preciso reconstruir el concepto,
en exceso cultural y socializado, de nación que se venía empleando
(Depuración III) y pensarla como comunidad política.
19
Esto no implica el retorno el discurso al nacionalismo cívico, al patriotismo
constitucional o republicano, sino a una nueva reformulacion
(multi)cultural y deliberativa de la idea de nación. Así, las pretensiones de
la relevancia de la cultura nacional han de ser mantenidas, pero deben
rearticularse en un concepto de la nación como comunidad plural, esto es,
integrada por mayorías y minorías, y ciudadanos singulares. En síntesis,
toda comunidad nacional debe considerarse: 1) culturalmente plural,
resultado de multiplicidad de prácticas creencias, significaciones,
narrativas y usos lingüísticos; y 2) abierta al exterior, resultado de un flujo
de intercambios, incorporaciones, resignificaciones y mestizajes; 3)
cambiante y procesal, resultado de las experiencias y luchas internas y
externas, de los coyunturas criticas que condicionan su evolución histórica;
y 4) conflictiva, esto es, objeto de narrativas en competición, de disputas
por la hegemonía en la imposición de una versión determinada, de una
articulación siempre contestable de intereses nacionales e intereses de
grupos.
Ahora bien este nuevo concepto político de nación que apunta en el debate
del nacionalismo liberal (Máiz 2000) posee decisivas consecuencias, tanto
en lo que respecta a los argumentos normativos en defensa de un nuevo
lugar para la nación en la teoría de la democracia, cuanto de las alternativas
institucionales normativamente adecuadas. Veamos uno y otro tema
separadamente.
2.- Argumentos normativos: la nación en la teoría de la democracia
La teoría normativa del nacionalismo no se ha limitado a la reformulación
del concepto de nación sino que ha postulado nuevos argumentos
normativos que vinculan la democracia y la nación, y obligan a repensar
una y otra. En concreto, se han aportado tres principales argumentos acerca
de la relevancia normativa de la nación en la teoría de la democracia. A
20
saber: a) la nación como contexto de elección para la autonomía individual
y la libertad; b) la nación como contexto social y cultural para justicia
social y el Estado de Bienestar; c) la nación como contexto político
institucional para la participación y la deliberación. Veámoslos de modo
sucinto, teniendo siempre presente la evolución conceptual de la idea de
nación más arriba señalada (depuraciones conceptuales I, II y III).
a.- la nación como contexto cultural de decisión
Constituía una asunción subyacente de la teoría liberal clásica, reiterada al
hilo del debate liberal-comunitarista, que el rasgo básico del ciudadano, la
autonomía, esto es, la capacidad de revisar los propios fines, las
preferencias e intereses, entra en conflicto inevitable con la vinculación a
una cultura particular, al margen de los principios universales de libertad e
igualdad, que fundamentan las instituciones democráticas. Toda
pertenencia a otra comunidad de lealtades, mas allá de la conformada por la
adhesión a los principios de justicia mencionados, cualquier adscriptiva
identidad de grupo, sería por definición contradictoria con el ideal del
individuo autónomo, capaz de elección y por y crítica, de revisión de sus
preferencias e ideas de bien. En este sentido, cuanto más igualitarista o
republicana sea la teoría de la ciudadanía, más superadora del horizonte
“liberal”, mayor su universalismo y cosmopolitismo, y menos lugar, si
cabe, para pertenencia particularista alguna, normativamente relevante,
(Barry 2001, Pettit 2001).
Pues bien, la propuesta de la teoría normativa del nacionalismo, por el
contrario, postula que: 1) habida cuenta que la libertad y la autonomía
implican posibilidad real de elección de los ciudadanos, 2) la cultura
particular en la que se socializan éstos constituye un (el) ámbito desde el
que se toman las decisiones, que provee de las opciones disponibles y las
dota de sentido, y 3) en razón de ello, más allá de cualquier “neutralidad”
21
irresponsable, debe ser protegida por el Estado en cuanto constituye algo
valioso, una suerte de “bien primario”.
En efecto, si los individuos toman decisiones sobre prácticas y cursos de
acción, siguiendo valores, juicios e intereses, estos últimos dependen en
buena medida también del sentido atribuido a ellos por su cultura y
vocabulario específicos (Kymlicka 1995: 83). Así, frente al individuo
concebido como “decisor radical” (radical chooser) (Miller 19095), que
concibe el ejercicio de la autonomía individual como el resultado de una
elección realizada mediante un juicio abstracto, libre de cualquier
preconcepción, Tamquam tabula rasa, se contrapone una mas matizada y
culturalmente dependiente imagen del “evaluador contextualizado” (strong
evaluator) (Taylor 1985: 25, o “individuo contextualizado” (contextual
individual) (Tamir 1993: 32). Esto es, aquel ciudadano o ciudadana para el
que la elección resulta en muchas ocasiones – sin anular por ello la
vigencia universal de los valores de la libertad, la igualdad, la tolerancia
etc,.- cultural e históricamente mediado por una serie de criterios y
orientaciones socialmente adquiridos a través de la cultura compartida con
los connacionales.
En este sentido, los teóricos liberales del nacionalismo incorporan una parte
de las críticas comunitaristas al liberalismo; a saber: aquellas que llevarían
a igualitaristas como Dworkin a subrayar el valor del “vocabulario
compartido de tradición y convención”, que debe ser “protegido de la
degradación y la decadencia” (Dworkin 1985: 230); o aquellas otras que
conducirían al propio liberal-republicano Rawls a escribir, en Liberalismo
Político, que la autonomía y libertad individual se contextualizan “en la
sociedad y cultura cuya lengua empleamos en conversación y pensamiento
para expresarnos y entendernos a nosotros mismos, nuestros objetivos,
fines y valores; la sociedad y la cultura de cuya historia, costumbres, y
22
convenciones dependemos para encontrar nuestro lugar en el mundo
social” (Rawls 1993: 222).
Ahora bien, una vez asentada esta función contextual de la cultura nacional
como “el trasfondo desde el que se pueden tomar decisiones dotadas de
sentido” (Miller 1995:85), y recordando que Kymlicka asume, con
Norman, Tamir, Miller y otros, la eliminación del contenido de la cultura
nacional de los valores compartidos (Depuración II), su argumento
normativo aún adolece, empero, de un importante déficit político. Y ello en
al menos tres sentidos: 1) en primer lugar, el concepto resulta en exceso
reductivo y monocromático, pues no se incorpora sustantivamente a la
teoría, la centralidad normativa de la pluralidad de voces, sentidos e
interpretaciones, esto es, la “peculiar multicplicidad” (strange multiplicity)
(Tully 1995) que caracteriza a los contextos de decisión de las sociedades
complejas; 2) en segundo lugar, se reifican y congelan las diferencias
nacionales, habida cuenta de que no se atiende a la variabilidad, al cambio,
al carácter dinámico y productivo de la cultura nacional, a la naturaleza
abierta y contingente de la comunidad nacionalitaria; 3) en tercer lugar, se
elude la central presencia del conflicto democrático en la construcción
nacional, a través de prácticas contestadas y narrativas varias en
competencia .
Es este déficit político, en suma, el que debe ser corregido, por una parte,
manteniendo el valor contextual de las culturas pero reformulado en el
sentido de contexto multicultural de elección o decisión (Carens 200: 69); y
por otra, frente a la perspectiva conservacionista, reelaborando la
dimensión cultural desde la expansión y la inclusión de la esfera pública
(Benhabib 2002: X).
b.- la nación como comunidad moral de obligación
El segundo argumento normativo (Miller 1995, Tamir 1993) en favor de un
lugar para la nación en la teoría de la democracia, es que ésta: 1) crea una
23
comunidad moral entre los ciudadanos; 2) de la que se derivan
obligaciones, no universales, sino particulares para con los connacionales;
lo cual a su vez, 3) estrecha los lazos de solidaridad entre los mismos, lo
que deviene decisivo para la redistribución y el Estado de bienestar.
La necesidad de vínculos solidarios para un proyecto de convivencia que,
además, se traduzca en justicia redistributiva, deja abierta sin embargo la
cuestión de si, a tal fin, resulta normativamente justificable un concepto tan
holístico: la Nación como comunidad moral de obligación. Pues los
problemas que plantea este estrechamiento ético de la nación son, una vez
más, de déficit político; a saber: 1) no se discriminan las razones por las
que las obligaciones de solidaridad brotan de una pretendida comunidad
moral y no, de modo más plausible, de las obligaciones de ciudadanía,
confianza y reciprocidad generadas institucionalmente mediante la
legitimidad compleja de un Estado democrático (vid. cap. 3); 2) se suponen
unas obligaciones morales de solidaridad que emanan de la comunidad,
como si ésta constituyera para todos sus miembros, objetivamente
condicionados en su pertenencia, el más alto bien moral, con independencia
de las múltiples vinculaciones posibles (Moore 2001: 40); 3) al asumirse
una definición monocultural de nación, como fuente de obligación, en los
contextos multiculturales de comunidades complejas, el argumento mas
bien debilita que refuerza las políticas de predistribución e igualdad, pues
se desvincula a la mayoría de la obligación de contribuir a las políticas
sociales en favor de miembros ajenos a su comunidad nacionalitaria:
nacionalidades minoritarias, inmigrantes, comunidades indígenas etc.
(Young 2000: 157) etc.; y 4) en último lugar, hace descansar la obligación
moral en una base normativa muy precaria: una reacción sentimental. Si
bien es posible que (cuestión a determinar empíricamente) la aceptación de
las políticas de bienestar se refuerce con los vínculos de afecto y empatía
nacionalistas, ello difícilmente puede constituir un argumento fundador de
24
obligación moral comunitaria (Nootens 1996: 256). Éticamente, el factor
clave a estos efectos es la interdependencia, la naturaleza relacional de la
comunidad de individuos, que vincula en el mismo proceso de
determinación de la justicia a todos aquellos conectados a través de
relaciones causales contextualizadas, esto es, cuando las acciones de unos
afectan directa o indirectamente a las acciones de otros (O’Neill 1996).
c.- La nación como foro de deliberación democrática
Un tercer argumento a favor del valor normativo de la nación para la
democracia, se centra en su función de refuerzo de la participación y la
deliberación. Y ello por dos razones: 1) porque la democracia participativa
y deliberativa requiere, según los nacionalistas liberales, algo más que las
pasiones democráticas del republicanismo o el patriotismo cívico (Viroli
1997). En este sentido, la comunidad nacional genera un adicional
compromiso y confianza en los demás y en las instituciones que refuerzan
la ciudadanía activa; y 2) porque la deliberación política requiere un fondo
común de entendimiento y lenguaje compartidos. De ahí que, en buena
medida, la “democracia sea política en lengua vernácula” (Kymlicka 2001:
213). Los ciudadanos solo se encuentran cómodos debatiendo en su propia
lengua, de ahí que cuanto mas normalizado sea su uso, tanto más dotado de
sentido y participativo será.
El problema que aquí se plantea es, sin embargo, que un concepto tan
prepolítico de nación basado en la lengua y la cultura, impide a algunos
nacionalistas liberales vincular más dinámicamente política y cultura. Esto
es, asumir que, al fin y al cabo, la cultura es política. Asumir que la
democratización consiste en extraer del ámbito de lo tradicional y
heredado, temas, lugares comunes, prácticas institucionalizadas y
conflictos latentes y exponerlos a la luz y los argumentos del debate
público. Y en este orden de cosas Miller (Miller 1997: 92) o Tamir (1993:
125) han ido mucho más lejos que Kymlicka (2001) o Moore (2001). En
25
efecto, si desde un concepto cultural de nación, pasamos a un concepto de
aquélla como comunidad política plural en permanente recreación parcial,
la consecución de un ámbito irrestricto de participación en la conversación
que conforma la nación, se sitúa como un objetivo prioritario. Esto es, la
nación misma, su cultura/s, su lengua o lenguas, su plural auto
comprensión comunitaria, su futuro, su relación con otras naciones en el
seno del Estado etc. no se puede asumir como herencia intocable del
pasado, sino que debe formar parte del debate público presente. Si la
nación es un proceso abierto, y no un dato étnico-cultural objetivo, las
consecuencias normativas que de ello se derivan son claras: la deliberación
exenta de coacción debe presidir el horizonte normativo de la construcción
nacional democrática. La selección de mitos y símbolos nacionales - que
nunca son neutrales -, el relato histórico - plagado de decisiones de
memoria selectiva y olvido -, la variante lingüística – resultado de opciones
intelectuales y políticas-, y la relación entre las diferentes lenguas con
presencia en la comunidad, los objetivos y programas de autogobierno etc.,
dejan de ser elementos autoevidentes, supuestamente garantizados por la
solidez indiscutida de la “realidad incontestable” étnico-cultural, para
transformarse en materia de debate abierto a todas la voces y acuerdo o
conflicto democrático.
Pues los destinatarios colectivos de los derechos de autogobierno solo
pueden adquirir autonomía plena como grupo, en la medida en que puedan
autocomprenderse como autores de las decisiones e instituciones que los
regulan. Por ello la autonomía política de los grupos debe estar
normativamente vinculada a la esfera pública a través de la cual, mediante
participación y deliberación desde el pluralismo, se elucidan los intereses
en presencia, así como los criterios relevantes para el reconocimiento y el
autogobierno. Resulta preciso, en definitiva, atender a la “conexión interna
y conceptual” (Habermas 1996: 242) entre derechos (de autogobierno) y
26
democracia (deliberativa). Pues tampoco hay derechos colectivos,
instituciones inclusivas, ni políticas de reconocimiento, sin democracia en
sentido fuerte, que convierta a sus destinatarios en autores de los mismos,
sin que los propios miembros de la comunidad nacional, esto es, mayorías,
minorías, y ciudadanos singulares de diversas procedencias, puedan
articular y fundamentar mediante discusiones públicas, bajo los principios
de respeto moral universal y reciprocidad igualitaria, las aspiraciones,
objetivos y demandas, el alcance mismo de su plural identidad
nacionalitaria (Benhabib 1998, 2002). Esto conecta con la discusión que
se desarrolló en el capítulo 3: la esfera pública ampliada a la sociedad civil
que allí se postula, pone de relieve en el tema de la construcción nacional
mediante la participación y deliberación de mayorías y minorías. Y ello en
la doble dimensión señalada: la regulación mediante lo procedimientos,
políticas y arreglos institucionales legítimos, desde el Estado, y la
contestación desde la sociedad civil, por parte de los diferentes grupos y
sus demandas, así como su corresponsabilización mediante su ingreso en
la esfera pública. Pero esto nos conduce, por último, a considerar
+brevemente las consecuencias de estos argumentos normativos para la
evaluación de las instituciones de autogobierno.
3.- Los arreglos institucionales.
¿Cuáles son las consecuencias que se derivan de la reelaboración normativa
del concepto de nación y de los argumentos en pro del relieve de la nación
en la teoría de la democracia?. En primer lugar, y habida cuenta de la
relevancia de la nación como contexto de elección, vínculo de solidaridad
para la justicia social y confianza en las instituciones y otros ciudadanos, la
teoría normativa que nos ocupa rechaza la heredada fórmula del Estado
nación y su corolario histórico: las políticas de supresión de la diferencia
nacional. Esto es, descalifica normativamente las políticas y diseños
27
institucionales nacionalizadores (Brubaker 1995) o etnocráticos
(Stavenhagen 1996), diseñados para eliminar de raíz el problema de la
diversidad subnacional en el seno de los Estados, con objeto de unificar
etnico-culturalmente un territorio en beneficio de la mayoría.
Y ello no sólo en los casos extremos de 1) limpieza étnica y 2) genocidio,
sino en aquellas prácticas institucionales y políticas públicas
implementadas precisamente desde justitificaciones liberales y
democráticas, como la 3) integración y 4) asimilación, que son las que nos
ocuparán en primer lugar.
En efecto, estas últimas constituían hasta los años setenta del siglo XX las
estrategias indiscutidas para resolver los problemas subnacionales y de
minorías por parte de los Estados democráticos. Se trata, en ambos casos de
políticas individualistas, en las que la ausencia o reducción de derechos
colectivos para las minorías nacionales, persigue proporcionar incentivos
selectivos, positivos y negativos, para el abandono por parte de los
ciudadanos singulares de esas minorías de los vínculos nacionales propios,
y la adopción de la lengua, cultura, narrativa histórica, e imaginario míticosimbólico
de la nación mayoritaria en el seno del Estado. Mediante
prohibiciones del uso de la lengua vernácula o ventajas de mercado o
administrativas a la socialización en la cultura dominante, se busca crear
una identidad colectiva común de ámbito estatal, suprimiendo o
despotenciando las diferencias subnacionales, incentivando el abandono de
la propia cultura y autonomía social de los grupos minoritarios como precio
a pagar por integrarse de pleno derecho en la cultura oficial estatal. Como
ya hemos visto, todo proceso de construcción estatal devenía mediante esta
lógica, simultáneamente, un proceso de construcción (uni)nacional. Así, la
alternativa que el Estado liberal, mediante la fusión de fronteras políticas y
fronteras culturales, postula para los ciudadanos de las culturas minoritarias
era terminante: o asimilación en la cultura mayoritaria y disfrute de los
28
derechos de ciudadanía igual; o una ciudadanía parcial, demediada, donde
la pertenencia cultural y lingüística minoritaria, excluida del espacio
público, tenía que mantenerse en los límites de la estricta privacidad. Ahora
bien, resulta prácticamente imposible en las modernas sociedades
industrializadas la supervivencia de una lengua y una cultura, sin acceso a
la vida pública conformada en torno a las instituciones económicas,
políticas y educativas. Su destino, ante las presiones derivadas de la
formación requerida y el acceso en igualdad de oportunidades al mercado
de trabajo, es la mera supervivencia ritual elitista, o la marginación social
en guettos urbanos o comunidades rurales aisladas (Kymlicka 1995).
Ahora bien, dependiendo de la intensidad de estas estrategias se presentan
dos variantes (McGarry y O’Leary 1994). Por un lado, las políticas de
asimilación propiamente dichas, que tienen como objetivo explícito la
eliminación progresiva o desactivación política de las diferencias
nacionales interiores, con vistas a la creación de una identidad étnico
cultural común (“nacionalismo”) para el Estado. Por otro lado, las políticas
de integración, dirigidas a la creación de una identidad cívica compartida
(“patriotismo”) que fundamente las condiciones de libertad, igualdad y
participación de la ciudadanía.
Ya hemos visto como la argumentación del nacionalismo liberal y
democrático partía precisamente de la negación de la distinción clásica
entre nación “cívica” y nación “étnica”, en razón de que toda nación cívica
posee un componente cultural, y toda política étnica tiene un componente
de definición de los términos de la ciudadanía. Esto no elimina las
diferencias importantes entre las políticas de integracionismo y
asimilacionismo, si bien, en cuanto ambas, explícita o implícitamente, se
diseñan desde la perspectiva de un Estado-nación monocultual, nos
encontramos ante una cuestión de grado, más que una diferencia
cualitativa.
29
Las políticas asimilacionistas persiguen, explícitamente, la creación de un
nacionalismo de Estado, la imposición de una identidad étnico cultural – la
de la nación mayoritaria - con carácter exclusivo, destruyendo la
posibilidad de desarrollo autónomo de las minorías nacionales interiores
(Connor 1998: 28). Estas políticas mayoritarias pueden sintetizarse en
cuatro ámbitos fundamentales de actuación: (Linz y Stepan 1996): 1) en el
ámbito cultural: imposición de una única lengua oficial en el sistema
educativo, la administración, los medios de comunicación e incluso en las
actividades privadas (comercio, banca, publicidad etc.); 2) en el ámbito
político: sobrerrepresentación directa o indirecta de la identidad cultural
dominante como crierio de mérito para el ingreso en la vida publica,
administrativa; 3) en el ámbito jurídico: imposición del derecho privado,
civil y mercantil, instituciones, prácticas y convenciones de la nación
mayoritaria; 4) ámbito económico: trato preferencial de intereses,
empresas, subvenciones y privatizaciones en favor de las elites integradas
en la comunidad mayoritaria.
Los argumentos del nacionalismos liberal muestran como normativamente
injustificables esta políticas, argumentándose: 1) la antevista falacia
es/debe que reside tras su justificación liberal, esto es, de que el estado
Nación históricamente se halla construido mediante políticas de
asimilación, no puede inferirse su deber ser, su justificación moral; y 2) que
las políticas de exclusión de las minorías suponen la destrucción
sistemática de los contextos culturales, sociales y políticos de decisión que
enraízan el ejercicio de la autonomía en particulares mundos de sentido.
Las políticas integracionistas, por su parte, favorecen medidas tendentes a
reducir las diferencias políticas y económicas entre los ciudadanos
pertenecientes a las comunidades en presencia, mediante mecanismos de
solidaridad y redistribución, socialización en una lengua común y similares
hábitos cívicos, así como en aras de evitar la segregación en política de
30
vivienda, educación o trabajo. Pero todo ello en el marco de una
concepción de los derechos individual, asumiendo la neutralidad estatal en
materia cultural y la desatención institucional (benign neglect) de las
diferencias lingüístico culturales, y la descalificación del reconocimiento de
derechos de grupo como un obstáculo adicional a las políticas de igualdad
(Barry 2001). En este sentido se rechaza: 1) el trato especial a las minorías,
incluidas la discriminación positiva o las cuotas, privilegiando los criterios
de mérito e igualdad de oportunidades; y 2) el autogobierno sobre la base
de existencia de minorías nacionales, de tal suerte que incluso en fórmulas
federales se conciben como unitarias, esto es, territoriales y simétricas, en
lugar de multinacionales y asimétricas.
Los argumentos que contraponen al integracionismo los participantes en el
nacionalismo liberal son de dos tipos: 1) frente al criterio de mérito, se
alega que la neutralidad y la imparcialidad propicia en muchas ocasiones la
universalización subrepticia de lo particular. Esto es, los criterios de
evaluación “objetivos” necesariamente conllevan implicaciones
normativas, culturales y lingüísticas que impiden sean neutrales respecto a
los grupos. Estos criterios a menudo implican prejuicios implícitos sobre
estilos de vida, usos lingüísticos y acentos, conducta, estereotipos etc, que
favorecen a la mayoría nacional (Young 2000: 345); 2) frente al
argumento de que la igualdad precisa estados unitarios o federales
territoriales y simétricos, el nacionalismo liberal apunta a la necesidad de
superar la ecuación Estado-nación tanto: a) desde el Estado (Estado
nacionalizador y asimilacionista), de la mano de Estados plurinacionales
solidarios; cuanto b) contra el Estado nación, superando la óptica
secesionista y el aislacionismo de nuevos Estados independientes. Veamos
esta dimensión con algún detalle.
El problema fundamental que tuvieron que afrontar los participantes en el
debate del nacionalismo liberal, fue la ideología especular de los
31
nacionalismos sin Estado, que mimetizaban el principio de las
nacionalidades y reproducían así, a menor escala territorial, la
normativamente insostenible lógica del Estado nación. La
autodenominación misma de “naciones sin Estado”, apunta
inequívocamente a que se reivindicaban los mismos procesos
nacionalizadores: del principio de que cada Estado soberano debe albergar
una sola nación, lo que justificaba las políticas asimilacionistas, se pasaba
al principio de que cada nación tiene derecho a su propio Estado soberano.
Esto implicaba, empero, mantener incólume la lógica subyacente: 1) la
vinculación del Estado soberano con una única nación; 2) el carácter
monocultural de los nuevos Estados nación; y 3) su conversión en Estados
nacionalizares al servicio de una cultura antes minoritaria y, tras la
adquisición del autogobierno, mayoritaria.
Cuatro críticas fundamentales se dirigieron contra este argumento: 1) las
naciones no son categorías naturales sino el producto de las políticas y
regulaciones institucionales y culturales de los Estados; 2) la imposibilidad
e indeseabilidad, en cuanto factor generador de una espriral violencia, de
que todas las potenciales naciones culturalmente definidas dispongan de
territorios para construir Estados independientes; 3) la consideración de que
todas las fronteras son arbitrarias y contienen en su interior mayorías y
minorías, poblaciones mixtas y múltiples identidades individuales; 4) la
valoración normativamente positiva de la convivencia plural, pacífica y
enriquecedora de varias naciones en el seno de un mismo Estado, frente al,
tan indeseable como imposible, ideal de correspondencia pura de naciones
y Estados.
Los participantes en el debate han proseguido, a estos efectos, dos líneas
argumentales: 1) mantener la correspondencia de Estado y nación, de
fronteras políticas y culturales, como horizonte normativo último, pero
reforzando de modo drástico las exigencias normativas de la secesión
32
(Miller 1995, Moore 1997); 2) abandonar directamente la teoría del
derecho unilateral de las naciones a la autodetermionación y la secesión, y
su reemplazo por formulaciones varias de lo que podríamos sintetizar como
derecho al autogobierno y al gobierno compartido (Tamir 1993, Habermas
1996, Baubock 2000, Máiz 2000, Caminal 2002). Detengámonos de modo
muy breve en ambos argumentos.
Existen, a grandes rasgos, tres grandes grupos de teorías normativas de
secesión: 1) teorías de la elección, que requieren solamente que una
mayoría territorialmente concentrada exprese un deseo de secesión
mediante referéndum o plebiscito (Philpott 1995, Wellman 1995); 2)
teorías del derecho de autodeterminación, que justifican la secesión en
términos de identidad y autonomía colectiva, considerando a las naciones
como comunidades morales generadoras de obligaciones y derechos
(Moore 2001: 176); 2) teorías de causa justa que requieren, mas allá de la
mera agregación de preferencias individuales, la presencia continuada de
opresión, discriminación e invialbilidad de la convivencia (Buchanan 1991,
1997, Norman 1998). A la luz de la evolución de la argumentación del
nacionalismo liberal, las dos primeras teorías presentan graves problemas:
la primera es rechazable por individualista y banal, en cuanto postula la
aplicación de un criterio mayoritario de agregación de preferencias al
problema de la delimitación del demos, que deja sin resolver la titularidad
del sujeto de secesión; la segunda por exceso de comunitarismo, pues
resulta deudora de un concepto fuerte de la nación, ora como comunidad
moral de obligación antipluralista, ora como comunidad de origen ancestral
que se impone como evidencia “natural” indiscutida a la voluntad política
plural de los ciudadanos. Así, la discusión se ubica en el ámbito de las
teorías de la justa causa: la secesión deja de constituir un derecho para
convertirse en tolerancia de un último recurso, negociado entre todas partes
implicadas políticamente, en razón del fracaso de la acomodación
33
multinacional en el seno de un mismo Estado democrático. De este modo,
se pasaría de considerar a las federaciones multinacionales como solución
subóptima frente a la secesión, de la mano de un supuesto derecho,
universal y unilateral, de autodeterminación a su consideración
normativamente residual y su reemplazo por un más plausible derecho de
autogobierno en el seno de fórmulas negociadas de unidad y diversidad. En
efecto: a) del concepto de nación como comunidad política integrada por
mayorías minorías y ciudadanos singulares, y b) de la fundamentación
relacional de la obligación etico política, se deriva la superioridad
normativa de los Estados multinacionales democráticamente
institucionalizos mediante acomodación. Así, el derecho de
autodeterminación se considera deudor de un insostenible concepto de
libertad concebida como no interferencia, lo que presupone que los actores
colectivos son independientes unos de otros salvo en caso de que decidan
entrar en intercambio o relación. Por el contrario, si se considera que los
pueblos y las naciones son a menudo interdependientes, y la constitución
de los mismos tiene lugar mediante la interacción recíproca, un concepto de
libertad como no dominación y apoderamiento (vid. cap. 3), implica que
las naciones no pueden ignorar las demandas e intereses de otras cuando
sus decisiones les afecten. Esto es, en cuanto otras naciones resultan
atañidas por las decisiones de autodeterminación, aquéllas poseen un
legítimo derecho a que sus intereses y perspectivas sean tenidas en cuenta,
incluso aun cuando estén fuera de la jurisdicción del gobierno que inicia el
proceso. Lo que requiere la negociabilidad del proceso, el diseño de
procedimientos que permitan abordar los conflictos y la imposibilidad
última de reconocer un derecho unilateral de autodeterminación (Young
200: 171). En síntesis: 1) excepto en caso de fracaso de la convivencia
multinacional, las minorías nacionales poseen una obligación normativa de
mantener la convivencia en el seno del Estado, siempre que en éste 2)
34
exista reconocimiento y garantías constitucionales de su autogobierno
sustantivo y negociado, y no se violen los términos del acuerdo por parte de
la mayoría (Moore 2001, Baubock 2000).
Esto nos conduce a la última cuestión que debemos tratar; a saber: ¿cuál es
la fórmula más adecuada para institucionalizar democráticamente la
acomodación en los Estados multinacionales?. Dos modelos alternativos se
presentan, clásicamente, a estos efectos: consociativismo y federalismo
multinacional.
La democracia consociativa consiste en un arreglo institucional
contramayoritario para la viabilidad política de sociedades segmentadas. El
objetivo es introducir elementos de representación e implicación de las
diferentes minorías en la decisiones estatales mediante cuatro rasgos bien
conocidos (Lijphart 1977 ): a) gobierno de gran coalición que incorpore a
representantes de los principales grupos presentes en el país; b) veto mutuo
o gobierno de mayoría concurrente en asuntos de relieve y en especial en
lo que atañe a la reforma constitucional, para salvaguardar los intereses de
las diferentes unidades consociadas; b) proporcionalidad en el
reclutamiento de elites y funcionarios, en la distribución de fondos públicos
y subvenciones, así como en los procesos de toma de decisión; c)
autogobierno para las unidades consociadas en decisiones que afectan a sus
asuntos internos.
Los problemas normativos que plantea el consociativismo, desde la
argumentación del nacionalismo liberal, es que, pese a en principio a
constituir un politica de reconocimiento y acomodación de la pluralidad
nacional o étnica, rompiendo así con la ecuación del Estado Nacional ( un
Estado= una nación = una cultura), posee algunas características que la
vuelven problemática como modelo principal de acomodación (Barry 1991,
Brass 1991): 1) presupone que las diferencias nacionales y étnicas son
datos objetivos y territorialmente delimitados, con lo que tiende a congelar
35
la configuración interna de las comunidades en su tradición, cultura,
gobierno y sistema de dominación tradicionales, reforzándolos incluso
mediante su capacidad de representación en las decisiones del Estado. Se
perpetúan así, en comunidades indígenas o en grupos de emigrantes, los
rasgos mas tradicionales, autoritarios y patriarcales del sistema de
dominación de la comunidades consociadas; 2) es elitista por definición,
pues integra a los representantes de los grupos, privilegiando la posición
de las autoridades y las desigualdades políticas tradicionales de clase,
familia y género, desatendiendo la dimensión competitiva y el control
democráticos, así como la incorporación de una ciudadanía políticamente
activa y autoorganizada; 3) la posibilidad de bloqueo por las minorías
genera inestabilidad estructural, a lo que debe añadirse la proclividad a
políticas de busca de rentas en el sector público y mecanismos clientelares
de distribución de recursos e intercambio de votos por favores.
Son todas ellas razones que refuerzan la convicción de que la democracia
consociativa no es el modelo normativamente adecuado para
institucionalizar democráticamente de modo dinámico la
multinacionalidad, si bien puede emplearse como complemento de un
modelo federal, matizando con la provisión de derechos culturales no
territoriales, o especiales protecciones y exenciones a determinados grupos,
en una perspectiva de correción multicultural del federalismo pluralista.
Este último, el federalismo multinacional o pluralista, emerge como
alternativa al federalismo territorial o unitario - normativamente
injustificable en contexto de diversidad nacionalitaria, en cuanto
nacionalizador y etnocrático – y se ajusta mucho mejor a los
requerimientos del nacionalismo liberal y democrático (Kymlicka 2001,
Requejo 2001, Resnick 1994, Máiz 2000, Caminal 2002). Las razones de
su superioridad normativa son de peso: 1) el federalismo es un proceso
basado en la negociación y el acuerdo, susceptible de arreglos diversos en
36
interés de los actores colectivos en presencia; 2) es un arreglo, además,
horizontal, que no supone superioridad alguna y sí, en cambio, el
abandono de la atribución unilateral de la soberanía, en aras de una
soberanía compartida; 3) el federalismo multinacional implica unidad y
diversidad: un proyecto de convivencia común desde el pluralismo cultural
y la diversidad, tanto en el conjunto de la federación como en el interior, y
esto resulta decisivo subrayarlo, de los propios estados federados; 4) el
federalismo pluralista articula de modo indisoluble autogbierno y gobierno
compartido: altos niveles de autogobierno se combinan, así, con la
implicación de los unidades federadas en las decisiones centrales, mediante
órganos de participación y deliberación multilaterales; 5) lo cual se
traduce, en fin, en un proyecto de solidaridad e igualdad interterritorial, que
fundamenta la cohesión social y la igualdad, manteniendo, empero, la
diferencia multinacional.
Por todas estas razones, la reflexión del nacionalismo democrático
contempla, frente a la lógica estatalista (desde o contra el Estado nación), la
pluralidad de soluciones asimétricas (en cuanto ajustadas a la
heterogeneidad) del federalismo multinacional, como la más adecuada
fórmula institucional de acomodación de la pluralidad nacionalitaria en
democracias justas y viables.
II.- Multiculturalismo
En su acepción más amplia, multiculturalismo designa el conjunto de
políticas y arreglos institucionales que, a partir de la consideración no
como un hecho, sino como un valor, del pluralismo cultural, religioso y de
formas de vida de la sociedades contemporáneas, atienden a las demandas
y luchas por el reconocimiento colectivo de grupos tan distintos como las
37
minoría nacionales, los pueblos indígenas, los inmigrantes, los grupos gays
o de lesbianas. Mas allá de la tolerancia pasiva, estos grupos aspiran a la
aceptación, respeto y su inclusión en la esfera publica, lo que supone un
desafío a los modelos monistas de democracia liberal disponibles (Deveaux
2000).
Sin embargo, en la discusión suele excluirse de la consideración del
multiculturalismo a grupos como gays y lesbianas, pese a que aumentan las
demandas de su reconocimiento como grupos culturales (Kymlicka 1998:
92), o los movimientos feministas por su transversalidad a grupos
culturales y su mejor caracterización como nuevos movimientos sociales,
para concentrase en lo que se ha denominado diversidad comunitaria
(Parekh 2000: 3). Una reciente clasificación de grupos étnicos y culturales,
objeto del debate del multiculturalismo ( Kymlicka y Norman 2000),
dibuja un abigarrado panorama para la discusión normativa:
A. Minorías nacionales: a) minorías nacionales, b) pueblos indígenas
B. Minorías inmigrantes: c) con derechos de ciudadanía, d) sin derechos
de ciudadanía, e) refugiados
C. Grupos religiosos: f) aislacionistas (Amish), g) no aislacionistas
(musulmanes)
D. Grupos sui géneris: h) Afroamericanos i) gitanos etc.
Dos equívocos han de evitarse desde el principio al abordar los problemas
suscitados por el multiculturalismo, pues poseen muy negativas
consecuencias para una apropiación normativamente adecuada de la
cuestión. En primer lugar, en ningún caso se trata grupos sociales
cualificados meramente por rasgos objetivos (ser indígena, habitar en un
territorio de una comunidad histórica, ser gitano o musulmán), como una
condición étnico o religioso demográfica estática, sino de grupos
propiamente políticos: esto es, no todos los miembros que reúnen los
38
rasgos objetivos se identifican con el grupo y su cultura y los que lo hacen
poseen perspectivas plurales al respecto (Brubaker 1995: 60). Y ello
debido a que los procesos de construcción política de la identidad de grupo
poseen decisivos componentes de elección y estrategia y son dependientes
del contexto (Laitin 1995, Fearon 1999).
En segundo lugar, el concepto de “Multiculturalismo” hace mención, por
tanto, no a los grupos e identidades colectivas en cuanto tales, sino a la
dimensión cultural y política de los mismos y - como quiera que la cultura
en democracia es crecientemente política - a los contextos sociales y
políticos, a los movimientos, discursos, políticas y arreglos institucionales
correspondientes, por lo que carece de sentido contraponer la dimensión de
igualdad material a la cultural (Barry 2001). La existencia de tensiones y
conflictos entre igualdad económica y reconocimiento cultural (Fraser
1997, Young 1997), no es de mayor relieve que la tensión política que
existe entre derechos individuales y colectivos (Kymlicka 1995, Levy
2000), o entre la identidad de grupo y la común identidad que fundamenta
la convivencia plural en un Estado democrático (Rawls 1993, Kymlicka
2001)
El multiculturalismo, en su sentido amplio, abre las puertas no sólo a
diferencias culturales, en el sentido débil de cultura que analizamos al
referirnos a las minorías nacionales, sino a un principio que subvierte la
propia homogeneidad de la nación concebida como comunidad
políticocultural; a saber: al conflicto de valores, al pluralismo no sólo como
diversidad de creencias e ideales éticos personales, sino como modos de
vida compartidos y necesidades diferentes (Gray 2001).
Esto afecta a la elaboración normativa de la diferencia en su punto más
alto: afirmar la pluralidad de modos de vida decentes, no en el exterior
(Rawls 2001), sino en el seno de nuestras mismas sociedades, no significa
negar la existencia de valores universales, ni negar la exigencia de derechos
39
humanos asimismo universales. Pero sí supone, por el contrario, cuestionar
asunciones muy establecidas en el pensamiento liberal y democrático: 1)
que existe un modo de vida superior derivado de una común naturaleza
humana, una civilización universal hacia el que todas culturas convergerán
de un modo u otro (Berlin 1969, Hampshire 1999); 2) que los valores y
derechos sólo pueden ser realizados mediante un único sistema político
como modelo universal (Miller 2002); y 3)la creencia de que las
capacidades, deseos y valores humanos pueden ser conciliados en una
totalidad armónica. Por el contrario las capacidades, virtudes y valores
humanos se consideran, en este debate, abocadas al conflicto por que son
limitadas, parciales, contradictorias y heterogéneas.
La discusión del multiculturalismo ha aportado un conjunto de severas
críticas al monismo subyacente en el modelo del Estado nación liberal
(Parekh 2000: 124); a saber: 1) la implausible idea de la uniformidad
absoluta de la naturaleza humana, que reduce a la dimensión cultural a
mero elemento de superficial de diversidad frente a una inequívoca esencia
humana común; 2) lo que conduce a privilegiar ontológicamente las
similaridades (humanidad) sobre las diferencias (seres culturales); 3) esto a
su vez fundamenta el carácter socialmente trascendental e inmutable de la
naturaleza humana; 4) el injustificable optimismo ilustrado de la total
cognoscibilidad de esta última; y 5) una concepción de la buena vida
universal que se deriva de esa común naturaleza humana.
De modo muy diferente, el concepto de “cultura” incorporado por el
multiculturalismo recoge la escisión alemana romántica y postromántica
entre Zivilisation, modo de vida universal dedor del concomiento y la
técnica y Kultur, esto es, el mundo del sentido, signos lingüísticos y
símbolos de los pueblos. Pero no se reduce a ella pues, como veremos, la
supera, ya que no se limita a reemplazar la una con la otra, sino a abordar
normativamente la tensión entre ambas. El multiculturalismo no niega la
40
existencia de una identidad humana común, sino que la construye, en
contra del monismo, de la mano de un peculiar universalismo pluralista,
como una realidad compleja de: a) naturaleza humana universal
(capacidades, necesidades, valores) y b) rasgos culturalmente específicos y
particulares. Esto es, postula, a la vez, una dimensión tenue de valores y
principios para la vida en común compartida por los seres humano y una
dimensión densa del propio modo de vida, historia y cultura (Walzer
1994).
Pero también y a diferencia del relativismo y la inconmensurabilidad
radical con los que muchas veces se identifica, en razón de sus titubeantes
formulaciones primeras, el multiculturalismo no implica la aceptación
acrítica de las interpretaciones particulares de la justicia. En suma, toda vez
que a) mantiene la posibilidad de unos mínimos morales universales
compartidos, y b) extiende además el pluralismo y el conflicto hacia el
interior de la comunidad, el multicomunitarismo no es un comunitarismo.
1.- Un concepto de cultura normativamente justificable.
En el debate del multiculturalismo contemporáneo, el concepto de cultura
designa un conjunto de elementos de sentido- creencias y prácticas- que
evoluciona en el tiempo, a partir del pluralismo y conflicto interiores, así
como de intercambios con otras culturas, mediante el que un grupo de seres
humanos regula y estructura su vidas individuales y colectivas.
De este modo, se puede comprobar hasta qué punto se ha abandonado el
concepto de deificado cultura del comunitarismo o del “esencialismo
antiilustrado”, como una totalidad orgánica, esencialmente cristalizada en
la historia, coherente en su interior y nítidamente diferenciada hacia el
exterior, que todavía constituye el blanco de algunas críticas prominentes
contemporáneas (Barry 2001). Por el contrario, para el multiculturalismo
reciente: 1) las culturas no son totalidades suturadas, fijas e inmutables
41
(Volksgeist), sino conjuntos contingentes de prácticas y creencias que
evolucionan, son procesos dinámicos de recreación y resignificación: “un
continuo hacerse y deshacerse” (Williams 1981: 75); 2) ese conjunto de
creencias y prácticas resultan polémicas en su interior, pues son plurales en
interpretaciones y en versiones: toda cultura habla con diversidad voces, es
“un fluido proceso, escenario de conflictos y contestaciones constantes”
(Weinstock 1995: 105); 3) cada cultura es un diálogo e intercambio, de
contornos imprecisos, entre “subculturas, insiders y outsiders, y facciones
diversas” (Clifford 1988: 46); 4) la pertenecia a una comunidad cultural no
es algo unívoco, admite gran variación y no es homogénea por naturaleza:
algunos miembros comparten más creencias que los demás, otros son mas
heterodoxos en sus interpretaciones etc. (Parekh 200: 148); 5) si las
culturas incluyen creencias y valores, no hay razón a priori para asumir
simplemente que toda cultura tiene valor: pues hay creencias indefendibles
en la culturas mayoritarias y minoritarias, lo que frente a la autenticidad y
el respeto a la pureza de la tradición nos remite a la crítica, la deliberación
y la decisión (Caney 2002: 97).
Este concepto reformulado de cultura nos aleja, pues, del comunitarismo
tanto en lo que respecta a la relación entre individuo y entorno cultural,
como al nexo entre comunidad y cultura. En principio, la argumentación
multiculturalista asume que los individuos tiene un interés fundamental en
la continuación de sus prácticas y creencias culturales porque: 1) forma
parte de una cultura suministrar el contexto desde el que realizar elecciones
y tomar decisiones; 2) la pertenencia a una comunidad cultural constituye
parte de la vida buena, de la vida que vale la pena ser vivida por los
ciudadanos; 3) el respaldo de una comunidad cultural se encuentra muestra
como catalizador con los bienes del autorrespeto y la dignidad; 4) la
justicia, incluida la justicia igualitaria, no puede ser neutral culturalmente,
42
pues posee un componente de sentido, mediado por las culturas a las que se
aplica.
Pero a continuación, sin embargo, se matiza de manera importante el
inicial argumento multiculturalista: como quiera que las personas tienen
interés en desarrollarse personalmente, la cultura debe ser fuente de
autonomía y libertad. Ahora bien, si se acepta esto, como hace Taylor en
The Sources of the Self (Taylor 1989), se vuelve precisa una revisión de
sus conocidas tesis de apoyo genérico a la “supervivencia cultural”,
sostenidas en el célebre debate El Multiculturalismo y las políticas de
reconocimiento (Taylor 1992), así como el propio concepto de
autenticiadd como fidelidad pasiva y acrítica a la propia cultura, pues no
todo contexto cultural fundamenta la autonomía individual (Parekh 2000:
57) ni lo hace en el mismo grado.
Y en lo que se refiere a la relación entre cultura y comunidad que resulta de
las características anteriores, es ésta una relación compleja; en concreto: las
culturas no son congruentes con grupos de población y no es posible una
descripción indisputada de la cultura de un grupo humano. El concepto de
comunidad cultural o grupo cultural es problemático y contingente: un
conjunto de gente puede compartir una cultura, una lengua, unos mitos y
símbolos, otros, además pueden compartir una religión, otros una etnicidad
común. Algunos pueden mantener la propia cultura, pero perder los lazos
con su comunidad de origen (inmigrantes o refugiados) por razones
políticas o económicas; o a la inversa, se pueden mantener vínculos
comunitarios, pero rechazar la “propia” cultura en razón de los términos en
que viene formulada. En suma: ninguna cultura es propiedad exclusiva de
un grupo étnico, ningún grupo étnico posee una cultura exenta de
ambigüedad e interpretaciones plurales y contestadas.
Ahora bien, este concepto de cultura del multiculturalismo último nos
conduce a una reconsideración de algunas de las críticas clásicas que a
43
estas políticas se realizaban; a saber (Kymlicka y Norman 2001): 1) erosión
del estatuto de de ciudadanía igual; 2) obstáculo para una ciudadanía en
sentido fuerte (republicano); 3) debilitamiento de los lazos de cohesión
social. Veámoslos muy brevemente.
En lo que se refiere a la cuestión de la igualdad debemos distinguir dos
aspectos: igualdad política e igualdad económica. El primer orden de
argumentos contra el multiculturalismo, aduce que la ciudadanía
diferenciada rompe con la igualdad ante la ley, característica fundamental
del Estado liberal (“derecho igual” frente a “privilegio”), por lo que resulta
contradictoria con el propio concepto de ciudadanía (Porter 1987). Sin
embargo, no debe olvidarse que esta concepción de ciudadanía igual
incorpora en el mismo argumento, tanto la igualdad formal ante ley, cuanto
la concepción homogénea y asimilacionisa del Estado nación, que vincula
estrechamente la idea de ciudadano (patriotismo) con la de nacionalidad
(nacionalismo de Estado). El cuestionamiento pluralista del Estado nación
deja sin validez el argumento e invierte sus premisas: es precisamente la
negación de los derechos minoritarios la que supone una amenaza para la
igualdad real de los ciudadanos, pues favorece a los miembros de la cultura
dominante y sitúa a las minorías nacionales ante el injusto imperativo de la
asimilación y aculturación correspondiente, o bien la marginación como
ciudadanos de segunda. Si embargo, sí es cierto que existe un problema
real derivado de las políticas multiculturales cuando, deudoras de un
concepto simplista, homogéneo y territorial, de la relación entre comunidad
y cultura, distribuyen de modo no equitativo los costes y beneficios del
reconocimiento en el interior de las minorías cuyos derechos son
reconocidos. Pues la desconsideración de la pluralidad interna, y la
ausencia de un concepto plural de comunidad o grupo étnico, implica que
ciertos grupos del interior (mujeres, minorías lingüísticas residentes en
territorios que acceden al autogobierno, heterodoxos dentro de
44
comunidades religiosas reconocidas etc.), pueden verse obligados a asumir
unos costos desproporcionados a cambio de que la minoría disfrute de los
beneficios del reconocimiento (Kymlicka y Norman 2001: 33).
Respecto a la igualdad material, se ha insistido en que el reconocimiento
cultural erosiona la solidaridad necesaria para las luchas y demandas de
redistribución (Barry 2001). La dicotomía, sin embargo es falaz, no sólo
porque, en muchas ocasiones, las minorías que sufren marginación y
ausencia de reconocimiento constituyen a la vez sectores socialmente
débiles y marginados, aunando dominación política y explotación
económica, sino porque las luchas por el reconocimiento incorporan
muchas veces la dimensión redistributiva, relacionadas ambas en forma
compleja (Tully 2000, Young 2000). Ahora bien, no puede obviarse, sin
embargo, que el mantenimiento de la confianza y solidaridad que requieren
las políticas del Estado de Bienestar, necesitan que el paisaje identitario
plural del multinacionalismo y el multiculturalismo, se solape con una
identidad colectiva común en el ámbito del Estado (federal), que
complemente la diversidad con la unidad, y el autogobierno con el
gobierno compartido, como base de la solidaridad interterritorial y la
cohesión social.
En lo que se refiere a la segunda crítica, la erosión de la ciudadanía
republicana, también aquí hemos de distinguir dos argumentos principales.
El primero hace referencia a que las identidades particulares étnicas,
subnacionales, religiosas etc. pueden diluir los lazos, motivación y virtudes
de ciudadanía común, necesaria para el funcionamiento de la democracia.
Pero esto sólo es cierto, y un peligro real, si el multiculturalismo o el
Estado plurinacional se postula como un multicomunitarismo en el sentido
arriba aludido, esto es, estructurando el Estado como un mosaico de
comunidades autistas, encerradas en si mismas, controladas por sus
autoridades e instituciones tradicionales, y desentendidas de los problemas
45
comunes. Los autores multiculturalistas tienen razón en argüir que el
reconocimiento no genera mas hostilidad y resentimiento que la
aculturación forzada, pero es cierto, asimismo, que un concepto estático de
cultura, mitificando la diferencia, guiado por criterios de pureza y
autenticidad, y reforzado por políticas de “conservación”, puede debilitar
la incorporación y la inclusión en la esfera publica y con ello la
participación, la deliberación y la negociación de identidades (Benhabib
2002).
El segundo argumento cuestiona lo problemático que, para la consecución
de una ciudadanía republicana, - que no emerge naturalmente, sino cuyas
virtudes cívicas han de ser cultivadas por el sistema educativo y las
instituciones – constituye el refuerzo, mediante escuelas o iglesias
comunitarias, de culturas predemocráticas o no liberales. Y aquí el
problema es serio, requiriendo una análisis minucioso de los derechos en
juego desde le punto de vista doble: a) de una política deliberativa que
impida una congelación de las diferencias étnicas y religiosas, entregando a
los sectores más tradicionalistas el control de las comunidades, no
tratándolas como totalidades selladas; y b) de un política culturalmente
pluralista, que no interprete sistemáticamente como vulneración del
patriotismo republicano, las demandas de diferencia cultural que cuestionan
el nacionalismo monocultural de Estado subyacente al primero (como
testimonió el affaire du foulard en Francia).
En tercer y último lugar, hemos de mencionar los argumentos que subrayan
que las políticas multiculturalistas erosionan los vínculos comunes de
ciudadanía, generando identidades excluyentes y no superpuestas. Es bien
cierto que muchas de estas críticas proceden del temor a la inmigración,
aun más, del temor a otras religiones o consideraciones racistas (Kymlicka
1995: 179). Pero ya hemos comentado cómo la solidaridad y cohesión de
las políticas de bienestar y redistribución requieren vínculos comunes de
46
patriotismo cívico y virtudes republicanas, que se educan y transmiten
mediante recursos narrativos, históricos, mítico simbólicos (Galston 1991:
220).
Las consecuencias normativas que para las políticas multiculturales se
derivan de estos argumentos son patentes: el multiculturalismo no puede
ser interpretado como un multicomunitarismo. Esto es, frente a la lógica
asimilacioncita se han de reconocer derechos y exenciones con carácter no
solamente transitorio, en espera de la dilución final de la comunidad
mediante su aculturación, sino con el objetivo de lograr una acomodación
permanente. Pero, a la vez, frente a una lógica conservacionista, esta
acomodación: 1) en lugar de potenciar comunidades aisladas y autistas,
debe promover su inclusión y participación, la negociación de sus
diferencias con otros grupos en el seno de la comunidad mas amplia; y 2)
debe garantizarse y promoverse el pluralismo interior, que no bloquee la
evolución, el diálogo y la reformulación de la comunidad cultural frente a
al peso de la tradición y al eventual control autoritario las autoridades
ortodoxas.
2. Políticas públicas del multiculturalismo
La discusión sobre las políticas multiculturalistas desde el ámbito de la
teoría política normativa, esto es, los criterios que deben informar los
juicios sobre la justificabilidad o injustificabilidad de los arreglos
institucionales que tratan de responder a la diversidad de modos de vida en
las sociedades contemporáneas, reclama dos precisiones iniciales.
La primera se refiere a la necesidad de mantener la distinción y la tensión
normativa entre principios y políticas. Un problema de buena parte de la
discusión en torno al multiculturalismo, reside precisamente en que
consideraciones de estrategia u oportunidad política han reemplazado a la
necesaria elaboración de principios abstractos orientadores del diseño y
47
evaluación de los rendimientos institucionales. Cierto que de la mano de la
enorme variedad de arreglos, medidas y regulaciones aparecidos en muy
diversos contextos de Canadá a Australia, pasando por los países europeos,
la teoría política ha descendido del cielo de las ideas y la reflexión de
gabinete a los problemas acuciantes del mundo real. Lo cual ha
enriquecido, sin duda, la perspectiva, ha permitido matizar los argumentos
y, en suma, insertar los programas de investigación en los problemas reales
suscitados por la diversidad creciente y movilizada de modos de vida.
Ahora bien, en ocasiones ello se ha traducido en que situaciones políticas
de hecho, las demandas de los grupos y la autocomprensión de las propias
comunidades se trasladan sin mediación crítico-normativa al nivel de los
principios teóricos. De esta suerte, se incurre una vez más - problema
endémico en este ámbito, como ya ha quedado apuntado a lo largo del
capítulo- en la falacia del es/debe: se consagra normativamente como
derecho, mediante consideraciones políticas, demandas e identidades
colectivas de hecho que deberían abordarse con el necesario
distanciamiento normativo. Los ejemplos podrían multiplicarse: del hecho
de que los nacionalistas de Quebec rechacen la inserción de sus demandas
en el seno del abanico normativo del multiculturalismo, por entender que
esto diluye sus aspiraciones secesionistas, se infiere una radical distinción
normativa, en el nivel de principios, entre grupos étnicos y minorías
nacionales (Kymlicka 1995); del hecho de que el equilibrio bilingüe sea
imposible y unas lenguas acaben por imponerse sobre otras (diglosia) se
legitima en el nivel de principios, políticas de normalización lingüística,
que en razón de la “supervivencia” (survivance), prescinden de la
cooficialidad e imponen la lengua mayoritaria de un territorio en perjuicio
de las minorías de otras lenguas (Taylor 1992 ); de las demandas de
reconocimiento de comunidades y sus reclamaciones en defensa de sus
modos de vida, se infiere normativamente su derecho al mantenimiento
48
íntegro de instituciones y usos que, sin embargo, pueden vulnerar derechos
individuales irrenunciables de jóvenes, mujeres y niños (Willett 1998).
Ciertamente, la teoría normativa del multiculturalismo, se muestra muy
crítica con los argumentos del liberalismo doctrinario, el cual postula que
los principios de justicia requieren que todos los ciudadanos vivan bajo un
conjunto uniforme de leyes (“ciudadanía igual”), aún cuando ese conjunto
de leyes y reglas impongan grandes límites, restricciones y aculturación de
las minorías (Barry 2001). Pero ello no debe implicar que se asumen las
demandas, identidades, tradiciones etc., en sus propios términos,
ratificando normativamente desarrollos históricos contingentes. Esto es,
debe mantenerse en todo momento la distinción entre principios abstractos
y políticas públicas, sin deteriorar el nivel de exigencia normativa de los
primeros, al albur de las medidas que resulta políticamente posible
implementar en una coyuntura concreta; ni elaborar políticas poco realistas
o maximalistas ignorando el contexto concreto, los costes de oportunidad,
etc. y manteniendo siempre la tensión entre lo que es normativamente
exigible y lo políticamente posible (Tamir 1998).
Una segunda consideración se refiere al papel mismo que juegan los
arreglos institucionales. Y es que buena parte del debate inicial del
multiculturalismo está lastrado por una concepción muy limitada, exógena
y reduccionista de las instituciones. En efecto, se considera a éstas, -
derechos, exenciones, autogobierno- etc. como respuestas para canalizar
problemas y demandas de grupos que se suponen dadas, unos y otras, con
anterioridad. Por el contrario, el nuevo institucionalismo ha insistido en que
las instituciones poseen un naturaleza endógena a los problemas y a las
comunidades, pues no se limitan a incentivar unos cursos de acción y
desincentivar otros, sino que, propiamente, generan intereses, preferencias
e incluso identidades (Dowding & King 1995). Esta naturaleza productiva
de las instituciones, nos reenvía a la necesidad de tomar en consideración
49
desde la teoría normativa los análisis del rendimiento de los diversos
arreglos institucionales destinados a atender las demandas de diversos
grupos: acción afirmativa, multiculturalismo liberal, federalismo,
autonomía, consocativismo etc... Pese a la complejidad de un debate y una
temática de ciencia política comparada que excede con mucho al objetivo
de este capítulo, centrado en los problemas normativos del
multiculturalismo, podemos sintetizar unos cuantos puntos.
Durante mucho tiempo han predominado los análisis unilaterales que
subrayan la eficacia o ineficacia de las políticas multiculturales: 1) o bien
se considera que el diseño de instituciones y políticas de acomodación
previenen la opresión, minoran los estallidos de violencia y promueven la
integración (Lijphart 1997, Horowitz 1985, MacGarry & O’Leary 1993;
Gurr 1993 ) ; 2) o bien, por el contrario, se insiste en que la concesión de
derechos colectivos a los grupos genera mas problemas de los que resuelve,
pues incentiva la escalada de demandas, promueve el conflicto o el
aislacionismo más que la acomodación (Snyder 2000, Mozaffar y Scarritt
2000, 2001). Sin embargo, una más matizada línea de análisis pone
crecientemente de relieve que, a) si bien la descentralización, la
representación grupal y las políticas de apoyo a minorías, por una parte,
proveen de más recursos a los grupos, abren la estructura de oportunidad
política e incentivan la acción colectiva; b) resultan en general exitosas en
cuanto a la reducción de la tensión étnica y la prevención de la violencia; y
c) depende de modo capital del diseño institucional que esta mayor
movilización democrática sea conciliable o no con la incorporación frente
al multicomunitarismo o la secesión (Hechter 200, Gurr 2000, Horowitz
2001, Fearon & Laitin 1999, 2002, Lustick 2002, Máiz y Safran 2002).
Realizadas estas dos precisiones generales ¿qué principios institucionales
se derivan de la evolución reciente del debate sobre el multiculturalismo?.
Podemos sintetizar brevemente algunos de ellos:
50
1.- El multiculturalismo implica acomodación, esto es, renunciar a la
noción de ciudadanía igual, perosólo en su sentido fuerte y muy preciso: el
que se traduce en uniformidad, en el supuesto de que todos los ciudadanos
han tener exactamente los mismos derechos, pues esto no deja lugar para la
variedad de problemas y demandas específicas, que surgen de los diferentes
modos de vida. En suma, abandonar los argumentos de propiedad territorial
que se dan como autoevidentes, “éste es nuestro país y así hacemos las
cosas aquí” o del “somos más y estábamos aquí antes” (Barry 2002: 232).
Respeto igual, en una sociedad multicultural, implica respeto a los diversos
rasgos diferenciales y obligaciones culturales específicas. Esto implica,
desde le punto de vista positivo, que todos los grupos deben tener una
oportunidad igual de vivir el tipo de vida que su cultura prescribe. Y desde
el punto de vista negativo, que no deben estar sometidos a requerimientos
legales que impliquen violación de su convicciones y modos de vida.
2.- Ahora bien, las consideración de la culturas como plurales en el interior,
abiertas hacia el exterior, contestables y dinámicas, implica que la
acomodación no debe asumir como dados, fijos e inmutables los rasgos y
obligaciones internas del grupo. La perspectiva, también aquí, debe ser
interrelacional: sopesar los costes del cambio de un rasgo o costumbre del
grupo minoritario (dependiendo de su centralidad para la propia cultura),
frente al cambio de la norma derivada de la ciudadanía igual (dependiendo
de la centralidad de ésta norma para los valores democráticos de la
ciudadanía) (Miller 2002).
3.- Esto implica el abandono la perspectiva juridicista - esto es, la
identificación de los principios relevantes y su aplicación a casos concretos
- y su reemplazo por una óptica abiertamente política. Así, frente a la
excesiva judicialización del multicultarlismo (en el que la mayoría de las
disputas se resuelve mediante decisión de los tribunales de justicia), debe
postularse su inclusión democrática, esto es: construir las demandas como
51
objeto de disenso, conflicto y decisión, en el seno de un proceso político de
diálogo y debate. Del hecho de que las culturas no sean totalidades
homogéneas se deriva que los principios multiculturales deben conectarse
con los principios de ciudadanía republicana y deliberación. Como quiera
que sólo el debate democrático puede aportar el esclarecimiento y la
información necesaria (no sólo de las preferencias, obligaciones o rasgos
del grupo, sino de la intensidad y centralidad de los mismos) para aplicar el
principio de igualdad de oportunidades en un contexto complejo como es el
multicultural, ello nos devuelve al espacio de una esfera pública ampliada a
la sociedad civil. Por eso la dimensión democrática en sentido republicano
es central para las políticas multiculturales, porque frente a la imposición
de una idea de igualdad o una cultura nacional mayoritaria, se
institucionaliza un proceso de cuestionamiento de las reglas heredadas de
reconocimiento, de los propios contenidos de las culturas mayoritarias pero
también minoritarias, y de negociación de la convivencia y solapamiento de
identidades (Tully 2002).
4. Esto supone, ante todo, un principio de deliberación “externa”, esto es,
inclusión de los modos de vida en la esfera pública de una comunidad
política entendida como un conjunto de mayorías, minorías, y ciudadanos
singulares (nacionalismo liberal). Pero esto, a su vez, implica dos cosas:
a) que debe asumirse que la presencia normativa del pluralismo supone la
modificación de las instituciones políticas, ordenamiento jurídico etc.
mayoritarios etc.; b) y que ,frente al modelo integracionista, que sostiene
que la mayoría establece unilateralmente los criterios de inclusión, se
postule un modelo autonómico, que otorga a las minorías la capacidad de
codecidir y cogestionar, conjuntamente con la mayoría, los principios de
justicia a aplicar en los diferentes bienes en juego (Zapata 2002: 75). Esto a
su vez, y frente al mero reconocimiento, supone la reciprocidad de una
exigencia de negociabilidad de identidades y rasgos culturales,
52
discerniendo aquellos que son consustánciales para el grupo de otros mas
superficiales o que dependen de una lectura contestada de la tradición : la
inclusión implica cambios y modificaciones consensuados tanto para las
mayorías como para las minorías.
4) Esto último reenvía a la deliberación “interior” al grupo o comunidad, la
garantía, por parte de los poderes públicos, del pluralismo y la participación
y el debate internos, frente a versiones tradicionalistas y, en su caso,
autoritarias. Las políticas multiculturales no pueden reconocer prácticas e
instituciones desigualitarias, humillantes u opresivas, no en razón de
vulnerar los usos de la mayoría, sino por razones mínimas universales
(Parekh 2000: 272, Barry 2002: 275). Así, del mismo modo que el
multiculturalismo debe suponer el apoderamiento, mediante la inclusión en
la esfera pública, de las minorías étnicas, culturales etc., asimismo debe
garantizar el apoderamiento democrático de las minorías y las voces
portadoras de diferentes versiones en el interior de esas comunidades,
respaldando su capacidad de revisión y autonomía, especialmente en
jóvenes y mujeres.
5) Esto reenvía, más allá del conservacionismo, a la dimensión
universalista de las irrenunciables condiciones de deliberación de la etica
discursiva y la igualdad democrática, que implican el cumplimiento de tres
condiciones normativas irrenunciables: a) reciprocidad igualitaria: no
discrminacion de los miembrso de las minorias frente a la mayoría en
virtud su petenencia comunitaria; b) adscripción voluntaria: frente a la
adscripción étnica obligatoria, los ciudadanos no deben ser
automáticamente asignados a un grupo cultural, religioso o lingüístico en
virtud de su nacimiento, sino que debe permitirse la libertad de opción de
los padres, inicialmente, y personal en la edad adulta; c) posibilidad de
abandono sin sanciones exorbitantes, así como derecho de pertenencia
53
flexible (con matrimonios mixtos, libertad de creencias etc.) (Benhabib
2002: 19).
Estos criterios normativos derivados de la discusión reciente del
multiculturalismo, si bien muy genéricas, proporcionan algunas pautas
significativas de evaluación de las políticas públicas que se vienen
implementando bajo tal rúbrica. En efecto, podemos sintetizar las
principales políticas multicultariasltas en curso del modo siguiente (Levy
2000: 127, Kymlicka y Norman 2000: 25):
1) Exenciones de leyes que penalizan o vuelven onerosas determinadas
prácticas culturales: exención o permisibilidad en uniformes de
cuerpos policiales, ejército, administración; leyes indígenas de caza.
2) Asistencia de apoyo a minorías: papeletas multilingües, acción
afirmativa, cuotas, apoyo a asociaciones étnico-culturales etc.
3) Autogobierno para minorías étnicas o nacionales: federalismo
pluralista, consociativismo, autonomía territorial o personal,
descentralización administrativa etc.
4) Restricción de libertad de los no miembros para proteger la cultura
de la minoría: restricción de instalación en territorios indígenas,
restricciones de lenguas inglesa o española, adscripción lingüística
asignada por nacimiento
5) Reglas internas de protección de la autenticidad de la cultura:
aislamiento de Amish y mennonitas, estructuras autoritarias en
comunidades indígenas, reconocimiento de la gerontocracia, no
intervención ante la opresión mujer en diversas comunidades
religiosas o étnicas etc.
6) Reconocimiento del derecho consuetudinario: derechos territoriales
indígenas, derecho familiar tradicional etc.
7) Representación de minorías en Parlamentos, Ayuntamientos etc
Circunscripciones especiales, cuotas representativas etc.
54
8) Reconocimiento de símbolos referidos a la existencia, estatuto o
valor de los grupos y sus narrativas identitarias.
Como puede verse algunas de estas políticas - principalmente 7) y 8) -
resultan deudoras de un concepto de comunidad cultural homogéneo y
antipluralista, propio del primer multiculturalismo, que vulnera parcial o
totalmente los requerimientos de una comunidad política plural
(normalización lingüística prohibicionista), otras desconsideran la
dimensión ética relacional (autodeterminación unilateral), otras no respetan
el universalismo igualitarista mínimo (ostracismo y autoritarismo en
comunidades religiosas o minorías étnicas). Buena parte de ellas por el
contrario resultan normativamente defendibles, si bien políticamente
contestables. Así, por ejemplo, (1) exenciones, 2) políticas de apoyo y
acción afirmativa, 3) federalización, arreglos de autogobierno,
6)reconocimiento del derecho consuetudinario, 7) representación de
minorías y 8) reconocimiento simbólico, etc. constituyen políticas
negociables y revisables mediante debate publico, a tenor de las
determinaciones de cada caso concreto, los derechos en juego, el valor de
los diferentes obligaciones y la distribución del coste económico de la
implementación de las mismas.
Las políticas multiculturalistas así entendidas conectan con las dimensiones
básicas de la ciudadanía republicana, libertad e igualdad, participación y
deliberación. Pero al mismo tiempo, inciden directamente en la
construcción del ámbito de conversación que configura la nación como
comunidad política pluralista, tal y como postula el nacionalismo liberal.
Ambos debates y sus argumentos respectivos, como hemos mostrado a lo
largo de este capítulo se encuentran normativamente imbricados de modo
indisoluble.
55
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