quinta-feira, 6 de dezembro de 2012

1265- Por qué no Habermas - Coluna do professor Ricardo Sanin Restrepo


POR QUÉ NO HABERMAS: DEL ENGAÑO LIBERAL A LA DEMOCRACIA RADICAL
Why not Habermas: from the liberal scam towards a radical democracy



Ricardo Sanín Restrepo
Miembro del grupo de investigación en teoría jurídica y teoría política
 Facultad de Ciencias Jurídicas, Universidad Javeriana
(ricardosanin@yahoo.com)



ABSTRACT:

Este artículo denuncia y expone las falacias de la teoría dialógica de Habermas como una fórmula para aniquilar el conflicto y la diferencia como constituciones esenciales de lo político, y regresar por la puerta de atrás a una imposición ciega de la razón como el nombre disfrazado del liberalismo occidental. Se demostrará que la síntesis entre el liberalismo y la democracia; y el poder constituyente y el constituido, no sólo es imposible, sino además una maniobra ideológica que conduce a la homogeneización y la desaparición de la política. El propósito será entonces definir que la instancia de lo político y de la subjetividad política solamente se puede encontrar en una teoría política y normativa que desate estos nudos y que se tomen la democracia en su valor más radical y preciso.
Palabras clave: Teoría Dialógica, Democracia Radical, Fenomenología de La Cultura, Formas Simbólicas, Agonismo, Conflicto, Multiculturalismo, Pueblo
This article exposes the fallacies imbedded in Harbemas´ dialogical theory as a way of obliterating conflict and difference as the core of politics, thus establishing a side track for the imposition of reason as the hidden name for Western liberalism. It will be shown that the project of synthesis between liberalism and democracy; and of constituent and constituted powers is not only impossible but an ideological spun that leads to homogenization and the annihilation of politics. Hence, I offer that the only authentic instance of the political and of political subjectivity can only be found in a political and normative theory that unties these knots and takes popular sovereignty at its face value.  
Key words: Dialogical Theory, Radical Democracy, Phenomenology of Culture, Symbolic Forms, Agonism, Conflict, Multiculturalism, The People



INTRODUCCIÓN
La pregunta es sencilla ¿puede realmente una constitución inmersa en un intenso proyecto de globalización capitalista transformar una sociedad política nacional? Claramente la cuestión está dirigida a una generación que ha depositado toda su confianza en el derecho como herramienta primordial para lograr una auténtica justicia social, y que de hecho, tiene entre sus manos logros significativos para seguir confiando en él. Sin embargo, ¿son estos triunfos duraderos? ¿Puede una constitución alterar las gigantescas balanzas de poder mundial y los intereses que las determinan? ¿Cuál es la relación entre un capitalismo de casino, mundializado, desregulado, depredador y las luchas locales por la equidad social? Por ejemplo, y ya ésta pregunta es agónica ¿Puede la constitución pararse de frente ante el Consenso de Washington? ¿Ante un sistema jurídico de escala planetaria como el determinado desde la OMC y el Consejo de Seguridad de la ONU? Parece un fósforo prendido en una tormenta eléctrica. La sonrisa de un niño a punto de calcinarse en medio de las bombas inteligentes. Bombas de Wall Street, bombas atómicas, bombas de la colonialidad.
Estamos lidiando con dos discursos divergentes, de un lado un esfuerzo titánico y sincero para concretar las promesas envueltas en una constitución nacional, por lograr mediante una combinación de estrategias de litigio y de activismo judicial los principios de igualdad y justicia social que encierra la constitución, todo dentro de un sistema definido de procesos, normas, y conjuros legales, pero este esfuerzo se estrella de frente con el mundo como campo minado, donde estos discursos ya fueron arrumados por unas prácticas contundentes y despiadadas, por un sistema financiero inconmensurable que define lo jurídico como su apéndice preformativa, donde las grandes corporaciones deshacen el derecho nacional e internacional desbordados hacia la implantación total y sin concesiones de la libertad de mercado.
 En fin, ¿Cuántas acciones de amparo se necesitan para frenar el capitalismo? ¿Qué más oscurantismo que creer que la palabra (de la constitución) es el mensaje? Que más narcisismo y desvarío infantil que creer que nueve personas interpretando un texto sagrado local van a cambiar una realidad poseída por un sistema que se edifica en la codicia. Por supuesto el mensaje es que la lucha por la justicia social debe continuar, la pregunta es por la capacidad que posee un discurso constitucional nacional para concretarlo.
I-                   EN CONTRAVÍA DEL LIBERALISMO
Creo que la respuesta a este interrogante se encuentra en una dirección teórica minoritaria en nuestro ambiente jurídico doméstico, que radica esencialmente en tomarse la democracia en serio, en su aspecto constitutivo y más radical, es decir la democracia como lugar abierto al conflicto cuyo esquema ético primordial sea el pueblo como protagonista de lo político. Por eso, y sin entrar en gran detalle sobre las diversas facetas teóricas que hoy definen la democracia, es importante destacar que el funcionamiento de nuestra jurisprudencia y doctrina está imbuido casi por completo en una visión teórica hegemónica hoy en el mundo, me refiero a la democracia como deliberación, específicamente la vertiente de vena Habermasiana. Nuestra elite jurídica ha optado por un amasijo entre la teoría dialógica o de deliberación y el llamado neo-constitucionalismo que en su aspecto social más relevante no es sino un espejo de la anterior. Si bien en este artículo no tocaré los aspectos centrales del Neoconstitucionalismo, si creo urgente someter a una profunda crítica el modelo teórico imperante de la democracia que es la democracia como un proceso deliberativo dentro de una comunidad dialógica que concreta un consenso racional o en pocas palabras la teoría dialógica de Jurgen Habermas (Habermas, 1998, 1996a). Con toda sinceridad, creo que la teoría dialógica es tan desencajada y absurda para nuestra realidad política colonial y marginal, que de no ser por que goza de un inmenso prestigio global, no merecería tenerse en cuenta, pero es precisamente ese prestigio global y su intensa aplicación en nuestras prácticas políticas y legales lo que nos debería alarmar y servir como primer rastro de sospecha sobre su sustrato ideológico particular, que el mismo Habermas anuncia con increíble arrogancia cuando afirma que el primer mundo (occidente) debería servir como meridiano del presente, como medida de todos los demás mundos que deberían someter sus avances y desarrollos a la regla del primer mundo (Habermas, 1995). Luego de desenmascarar la teoría deliberativa, intentaré, brevemente, poner sobre la mesa una visión alterna sobre la democracia. 
II-                TEORÍA DELIBERATIVA Y SUS COMPONENTES
Habermas pretende como esfuerzo fundamental conciliar los dos extremos en tensión de las democracias liberales, de un lado la versión predominante de la democracia en nuestra época: el liberalismo, que podemos definir a grandes rasgos a partir de un eje axiomático que articula estado constitucional de derecho y su subsecuente definición judicial, defensa de los derechos humanos, división de las ramas del poder público, y libertad individual proyectada a la propiedad privada y a la libertad de mercado, con lo que Constant llamaba la democracia de los antiguos, es decir la democracia como igualdad y soberanía popular (Habermas, 1995, pp 112). Puesto en una cápsula, se trata de conciliar los extremos en conflicto, libertad e igualdad, de un lado, y derechos humanos y soberanía popular del otro, donde Habermas identifica el obstáculo más peligroso que se debe superar para poder finalmente concretar una auténtica democracia liberal (Habermas, 1996 a pp 24).
A.) ESQUEMA BÁSICO DE LA RAZÓN DELIBERATIVA:
Para autores como Amartya Sen, es evidente que existe una línea histórica directa en occidente, un afán permanente, casi desesperado que identifica con lo que llama teorías institucionales trascendentes, constante que se puede rastrear desde Hobbes, pasando por Locke y Kant, hasta llegar a su renacer en autores como Rawls, Nozick, Dworkin y Habermas, es decir que es netamente moderna (Sen, 2009, pp. i-viii). Lo que identifica este institucionalismo trascendente es la necesidad de reducir la divergencia, la multiplicidad del mundo a partir de su colapso a la unidad edificando instituciones justas. Se trata de la ciencia para curar el mundo, para aplacar la naturaleza, la primera y más temible naturaleza, la humana. Una ciencia del derecho para contener la geografía desmesurada de las pasiones humanas y someter al uno, al Estado, la inmensa multiplicidad de mundos nuevos, que como el nuestro americano asoma su lado oscuro, “salvajismo”, como permanente amenaza de destrucción de la nueva arquitectura geométrica europea. Se trata al final de enrejar la diversidad para poder amaestrarla como campos subordinados de la razón, se trata de reducir la abundancia, el desorden, la multiplicidad a la armonía y la unidad, pero tras esta armonía se esconde la exclusión como consecuencia de un proyecto ideológico de homogeneización cultural y política. Un gigante con garras de acero que aniquila la diferencia.
El primer paso del institucionalismo trascendente consiste en identificar un modelo de justicia perfecto, claramente ese modelo de justicia es otro nombre del liberalismo, que identifica la naturaleza de lo justo con lo racional en términos científicos, a partir del modelo nacen, como de un útero virginal, las instituciones que conducen lógicamente a la obtención de los valores matrices que aplican en todo tiempo y lugar, independientemente de la sociedad a la que conciernen. Así que, más bien, lo social es su efecto, su consecuencia primaria, la sociedad que nace de la perfección del arreglo institucional es entonces una sociedad perfecta (Sen, 2009, pp. 14-20). El contractualismo, en sus diversas versiones se funda  en una aspiración común: ser la respuesta al caos que reinaría en una sociedad libre, el resultado ha sido el desarrollo incesante de teorías de la justicia que se centran en la identificación trascendental de instituciones ideales.
La similitud entre teorías diversas como las de, Rawls y Habermas es la imperiosa necesidad de la existencia de un procedimiento que anule el conflicto entre diferentes puntos de vista, que aplaque hasta hacer desaparecer la violencia propia de la conflictividad de la diferencia, un procedimiento neutral con respecto a cualquier tipología de valores, un método para alcanzar decisiones públicas que conduce necesariamente a un consenso que al ser alcanzado de manera racional se ve blindado entonces por una moralidad totalizante, inexorable e indiscutible. A esto se refiere Habermas precisamente cuando afirma la necesidad de moralizar la política ahuyentando el fantasma de la “razón instrumental” (Mouffe, 2000, pp. 90).
Como tributario de dicha tradición, Habermas ha construido su teoría de la deliberación. El núcleo duro de la teoría se dirige a establecer un consenso racional basado en principios universales, así, través de una deliberación racional se puede alcanzar una decisión unánime que refleje plenamente el interés de todos (Habermas, 1998). El  reclamo del modelo deliberativo sobre la necesidad de recuperar el aspecto moral de la democracia depende plenamente de la utilización a rajatabla del procedimiento, así, un consenso es clasificado como moral cuando obedece plenamente a las pautas del proceso, su objetivo entonces es establecer un vínculo que amarre los principios liberales a la democracia encontrando un consenso que satisfaga tanto la racionalidad, entendida exclusivamente como los valores liberales y la legitimidad democrática, entendida como soberanía popular (Habermas, 1998).
Lo importante para el funcionamiento correcto del proceso es que los participantes abandonen sus intereses particulares para que su discurso pueda coincidir con el “ser” racional universal (Habermas, 1996 b), objetividad que funciona como índice inseparable de la formación de un consenso racional. Ahora bien, el consenso tiene que ser dado entre personas racionales o en sus términos, razonables (Habermas, 1998, 1995).
Los conflictos acerca de la ordenación social o económica que surjan son resueltos pacíficamente a partir de la aplicación del marco trascendente de la discusión pública que se da invocando los principios discursivos que todos aceptamos, lográndose así una comunidad ideal comunicacional (Mouffe, 2000, pp. 82).
El modelo deliberativo, como estructura, intenta cerrar la brecha entre racionalidad y legitimidad cuando define reglas generales de acción y arreglos institucionales cuya validez depende íntegramente de que las consecuencias que se deriven de su aplicación sean aceptadas por todos los partícipes del diálogo. Los requisitos del dialogo son apertura, transparencia, igualdad, no coerción y unanimidad. La finalidad, además del consenso, es concretar nuestro ser racional dentro del discurso, es decir que la epifanía del discurso es finalmente que hallemos al final del túnel nuestro ser racional, sin fisuras y en perfecta unanimidad con los otros seres de la misma especie racional.
B.) RACIONALIDAD Y OBJETIVIDAD COMO ELIMINACIÓN DE LO POLÍTICO
Hoy vivimos un mundo narrado desde el epicentro del capitalismo liberal que consiste en la desaparición de líneas ideológicas, un mundo pos-político cuya agonía depende de la puesta en marcha de soluciones técnicas prefabricadas en el cerebro de un liberalismo autónomo y liberado de odiosas particularidades y disensos políticos.
El primero y mayúsculo defecto de la teoría dialógica es que destierra el conflicto como elemento constitutivo de la política (Mouffe, 2000). Pero es que el derecho como despolitización del conflicto es la operación constante en occidente, desde la escolástica, pasando por la colonización, la ilustración hasta llegar al multiculturalismo pos-moderno, su función ha sido sujetar el conflicto a intensas zonas de codificación, para luego reducirlo a un problema de simple tolerancia cultural, algo “dado” insuperable, donde la diferencia y asimetría no son tratados como problemas de inequidad, injusticia u opresión (Zizek, 2001), sino como normalizaciones controladas por super-esquemas como el modelo deliberativo habermasiano.
La eliminación del antagonismo y del conflicto no es un efecto colateral de la teoría dialógica, por el contrario es su aspiración máxima. Para la teoría deliberativa una sociedad bien ordenada es aquella donde la política como conflicto ha sido eliminada, las disonancias entre individuos concernientes a concepciones religiosas drásticas por ejemplo, tendrán que ser relegadas al ámbito privado, cuando no íntimo, para no perturbar el “discurso ideal” (Habermas, 1998). Los conflictos acerca de la ordenación social o económica que surjan serán resueltos pacíficamente a partir de la aplicación del marco trascendente de la discusión pública que se da invocando los principios discursivos que todos aceptamos y, créanlo o no, no estamos hablando de 1984 de Orwell, sino de la teoría democrática prevalente en el mundo. Pues bien, lo irónico es que si yo disiento del consenso o del procedimiento, la respuesta de la democracia es que mi error está ubicado en el nivel lógico, significa que soy irracional y debo ser reconducido por los causes de la razón, lo cual en términos políticos agonistas implica que verdades como la opresión, la discriminación o el racismo son tenidos en cuenta sólo si se pueden articular como unidades racionales por dentro de una normatividad prestablecida y por consiguiente a-política. Como veremos más adelante, el conflicto y el antagonismo son los presupuestos sine quibos non para la existencia de la política y la única política que asume el conflicto y el antagonismo como su fundamento es la democracia.
 Retirada la capa insidiosa de la eliminación del conflicto, la teoría dialógica presupone un orden sistemático o un adentro donde todos estamos incluidos, lo cual no significa otra cosa que la anulación del pluralismo en su nombre, o una versión flácida de pluralismo sin antagonismo, donde debemos renunciar a las diferencias para que subsista el diálogo libre e imparcial, donde transparente implica la aniquilación misma del antagonismo, pero es un borramiento falso, que funciona en el nivel empírico pero no en el simbólico. Se trata de una monumental ficción donde el mundo pre-dialógico, el mundo real, que está plagado de abismos relacionales y sociales, de tradiciones en contrapunto bélico, de gigantescas asimetrías económicas y zonas de exclusión racial, sin embargo, para entrar en la mansión del diálogo, ese mundo debe abandonar en el umbral su insatisfacción y su malestar, sus luchas y derrotas, todo para alcanzar un diálogo des-ideologizado y sin antagonismos, con esto lo que resulta es un desplazamiento fraudulento de lo político a una zona de no-ser, de la no-acción, donde la concurrencia de razón y situación ideal del discurso se encargan de suprimir lo político como la zona de máxima intensidad del discurso. Habermas toma un sujeto ya definido y formado, un individuo cosechado por fuera de la sociedad como un autómata que domina el lenguaje antes que el lenguaje sea siquiera social, parte del punto simulado según el cual el sujeto ya está fabricado para la acción política, ya viene predeterminado, en otras palabras el momento político es un trasfondo que ya fue y dejó  de existir (Mouffe, 2000 pp. 93).
Siguiendo a autores como Derrida (1994) y Laclau & Mouffe (1985), es preciso saber que toda objetividad social es ya producto de un acto previo de poder que funciona como una línea exclusionaria, que define un adentro y un afuera donde toda identidad es contingente a esa decisión primera. La objetividad o lo objetivo solamente puede provenir de un acto de poder que es definido en el lenguaje, ese acto de poder es la decisión sobre lo indecidible, esa decisión es por tanto 100% política, un acto de valoración que no tiene más marco trascendente que la violencia en su más pura forma y de allí que podamos contestar sin hesitación alguna que hay una usurpación del poder constituyente y por tanto un borramiento de la democracia, cuando la teoría dialógica afirma que la objetividad social es neutra, que es consecuencia lógica del cumplimiento de un proceso racional que conduce a un consenso. Si la democracia en su sustrato mas radical es el poder del pueblo para decidir sobre el poder mismo, hay en la teoría dialógica una substracción evidente de este poder, pues no solo lo despolitiza, sino que lo traslada a otro momento cuya configuración no es democrática, el momento de decisión sobre qué cuenta como discurso ideal y qué cuenta como principios que deben conducir dicho discurso es una decisión política como jamás verán alguna, pues no solo define los principios, sino que determina desde una exterioridad política y supuestamente objetiva quién cuenta como parte del pueblo, donde el pueblo depende de la racionalidad de sus miembros y de su inclusión desde afuera y no de su decisión primera.
Pues bien, para Habermas el consenso tiene que ser dado entre personas racionales o razonables, pero dentro de su propia configuración lógica, solo cuenta como persona razonable quien se adhiera desde el inicio a los fundamentos del liberalismo (Habermas, 1998), lo cual hace que la teoría sufra de una patología especial de circularidad y esto la haga extremadamente excluyente. La diferencia entre razonable y no razonable es entonces una línea de demarcación excluyente y por tanto íntima al ejercicio del poder político y no un simple requerimiento empírico. En términos netamente lógicos el consenso alcanzado es correcto sí y solo sí se aceptan las premisas reducidas del liberalismo como idea regulativa, como esquema que controla internamente la diversidad de posibilidades atadas a un desenlace. Se trata entonces de formalismo en su sentido más lato que se despliega en algo como esto: El consenso, para que sea moralmente válido debe seguir un proceso que está informado por unos principios como idea regulativa, el consenso solo se puede alcanzar mediante la intervención de dialogantes razonables, pero solo cuenta como razonable quien se adhiera desde el principio a la validez de la idea regulativa del proceso, pero la idea regulativa del proceso es simplemente la cara enmascarada del liberalismo, pues si no se suscriben sus valores, el proceso y el consenso carecen de sentido pues serían irrazonables.
En conclusión, la irracionalidad para Habermas significa todo lo que es diferente, reduce a una sola forma simbólica todas las constelaciones de creatividad e imaginación política y cultural que no sean liberales (Lindahl, 2010 pp. 8). Su objetivo es establecer un vínculo que amarre los principios liberales a la democracia encontrando un consenso que satisfaga tanto la racionalidad entendida como los valores liberales y la legitimidad democrática entendida como como soberanía popular (Mouffe, 2000, pp. 87) pero termina subyugando la soberanía popular a la racionalidad como su simple apéndice, o mejor, termina estableciendo que el requisito fundamental de la soberanía popular es la racionalidad. Cuando identifica una cosa con la otra, además de ser un gesto lógico imposible, degrada la soberanía popular hasta hacerla inexistente.
C.) IGUALDAD Y CONSENSO COMO ERRADICACIÓN DE LA DEMOCRACIA
La otra tensión radical que trata de superar Habermas es la disonancia entre una forma particular de libertad, la libertad del liberalismo condensada en la propiedad privada de la tradición kantiana de los derechos naturales como pertenecientes a un sujeto autónomo que se fabrica fuera de lo social, con la igualdad como aspiración de la democracia radical y basada en la soberanía popular.
De nuevo los elementos que para Habermas garantizan la igualdad son tanto los principios que debe concretar la situación ideal del diálogo como sus condiciones (transparencia, imparcialidad, etc.). Pongámoslo de una manera familiar. La constitución de 1991 concreta el valor de la igualdad como valor y principio en una fórmula clásica “todos somos iguales”. La condición constitucional no altera de manera alguna las inequidades que históricamente han persistido y que definen nuestra realidad social, así la igualdad aplica para el terrateniente y el desposeído, el magnate trasnacional y el desplazado, en idénticas condiciones, como una condición de arranque, como igualdad de oportunidades, dentro de oportunidades inalteradas históricamente,  lo cual es inequitativo, y sus sub productos como la misma igualdad de oportunidades carece de sentido pues la constitución no ha deshecho la desigualdad histórica que permanece y puede antes bien  intensificarse con la cláusula. Por lo tanto el hecho de la igualdad racional o de razonabilidad no elimina las asimetrías sociales y económicas, que antes bien suprimen como condición de la idealidad del discurso. Claro, se puede contestar desde el constitucionalismo tradicional que esa igualdad es una aspiración y que junto con el ejercicio de otras cláusulas constitucionales fijan un derrotero para Estado y sociedad, eso es claro y es un argumento válido, para otras discusiones. Sin embargo, tensiones internas, como por ejemplo entre el derecho a la igualdad y la fuerza de tracción de instituciones libertarias expandidas por todo el cuerpo de la constitución (libertad privada etc.) jamás podrán ser resueltas presuponiendo la simetría y erradicando el conflicto, sino todo lo contrario, asumiendo la realidad de las asimetrías, los usos del derecho que pretenden ahondarlas o contenerlas y asumiendo que el conflicto es la partícula elemental de lo político.
Precisamente lo que pretende hacer la teoría dialógica es anular ficticiamente las asimetrías y el conflicto, trazando un punto cartesiano cero donde lo histórico se desvanece y es absorbido por presunciones de igualdad y simetría entre los dialogantes como condiciones que realmente no existen, en un mundo donde el conflicto no ha sido erradicado, si no antes bien se intensifica. Lo que logra este giro dialógico es que problemas densamente políticos como la desigualdad y las asimetrías sociales se aborden por fuera de su contenido político, como meras formas del discurso, donde por arte de magia, la desigualdad ha desaparecido, con esto se intensifica y se profundizan los problemas de desigualdad pues no pueden ser integrados al discurso como problemas de opresión y exclusión sino como teoremas dentro de un estadio falaz de igualdad discursiva. Como veremos, el efecto que tiene la negación dialógica es que cuando problemas como la desigualdad social broten con toda su carga explosiva lo hagan por fuera de lo normativo, como violencia insensata, como lo Real incontenible, como actos de terror que no pueden ser involucrados al dialogo y por tanto solo se pueden contestar con terror, esta negación fundamental de la teoría dialógica no solo frustra la posibilidad de oposición a la opresión y a la desigualdad, sino que, peor, la traslada a un ámbito no normativo donde estalla como las formas modernas del terror.
El problema de la teoría dialógica es precisamente que da por sentado la imparcialidad como comienzo del momento político (Habermas 1998, pp 146-) cuando precisamente el acto de aspirar a la imparcialidad y el consenso es donde se evidencia el antagonismo y por ende la creación y el proyecto de lo político, esencialmente en una democracia. Lo que Habermas defiende como pluralismo y apertura en su teoría está confinado exclusivamente a que no haya fronteras a los límites de los contenidos sobre los cuales se puede deliberar, el único límite está establecido por los constreñimientos de lo que significa una situación ideal del discurso que automáticamente eliminará las posiciones que no se inscriban dentro del acuerdo moral de los participantes (Mouffe, 2000, pp. 97). La imparcialidad cuando meramente se supone, es un elemento regulador, es decir no es discutible y por tanto se convierte en un elemento meta-discursivo con lo cual se inhibe su sustrato político, es una base por fuera de discusión y al no ser creada políticamente no admite ninguna intervención posterior sobre bases de validez o legitimidad (Lindahl, 2010). La democracia radical comienza un paso bastante anterior, la preocupación no es cómo deliberan sujetos libres e iguales en una situación ideal del discurso, sino cómo se puede llegar a discutir sobre la libertad y la igualdad en realidades antagónicas y desiguales. Otra vez, lo que se evidencia es que el racionalismo se brinca una etapa fundamental, la de la formación de sujetos políticos, que tiene darse a través de su propia acción política, e invierte la política para frustrarla (Mouffe, 2000,  pp. 98)
El primer requisito de un verdadero dialogo debe ser presuponer la asimetría y la parcialidad, si no, la historia particular de los dialogantes es ecualizada de una manera artificiosa, y es aquí donde podemos concluir que la gran preocupación subyacente de Habermas es forzar fraudulentamente la decisión de unos pocos, de una élite, a nombre de la colectividad, del común, se trata así de una usurpación del espacio colectivo.
D.) LA RAZÓN DIALÓGICA Y LA OPCIÓN IDEOLÓGICA DEL LENGUAGE
Otra faceta de incompletitud de la teoría dialógica la explora la filósofa belga Chantal Mouffe, en  su obra “La paradoja democrática”, demuestra la fragilidad de los postulados analíticos de neutralidad del proceso en Habermas. Mouffe afirma que no es posible derivar postulados morales neutros de una filosofía del lenguaje, no existe nada en la naturaleza del lenguaje que permita establecer, ante cualquier auditorio, en cualquier tiempo la superioridad de la democracia liberal (Mouffe, 2000, pp.72-87).
Siguiendo al Wittgenstein de las investigaciones filosóficos, Mouffe acierta al demostrar que para que exista un acuerdo en las opiniones, primero debe haber un acuerdo en el lenguaje a utilizarse, y que en el fondo, todo acuerdo de opiniones es un acuerdo sobre las formas de vida que subyacen a dichas opiniones. (Mouffe, 2000, pp.79). Wittgenstein afirma que suscribir un acuerdo alrededor de un término (libertad) no es suficiente, se requiere un acuerdo sobre la forma en que se usa dicho término, así la aceptación de una forma particular de discurso jamás es neutra o a-política, siempre involucra un juicio de valor, el procedimiento nunca está exento de una carga ideológica que simplemente no puede erradicarse de su construcción pues es constitutiva del mismo. Lo que se descubre en la base de la tipología de diálogo propuesto por Habermas, es que termina disfrazando lo sustancial y lo hace pasar como procedimiento, nos pone de frente un procedimiento, a primera vista inofensivo, recubierto por un manto neutro de imparcialidad, cuando lo que realmente palpita en las bases de su apuesta política es una opción ideológica cruda y particular como cualquiera otra, pero enmascarada con el prurito de neutralidad
Ahora, para que el dispositivo dialógico funcione correctamente es necesario que las visiones éticas divergentes sean relegadas a la vida privada, pues la moralidad se encuentra estrictamente sellada a la neutralidad del procedimiento que garantiza un consenso universal, así, los verdaderos problemas políticos son anulados y con ellos el pluralismo sufre la misma suerte, ¿cómo puede haber pluralismo cuando las opciones éticas están confinadas a lo privado, por fuera del discurso público? Sin embargo, no creo que el problema sea, como lo ve Mouffe, un esfuerzo esmerado por parte de Habermas para cerrar la brecha entre igualdad y libertad que fracasa finalmente, el problema es que Habermas privilegia o rescata una forma anti-democrática, pues pertenece solo a las élites racionales y hemos visto que racionalidad en términos habermasianos no es otra cosa que una suscripción ciega al proyecto liberal. Con lo cual la esfera o de lo discutible se cierra sobre sus mismos postulados. Se demuestra la gran vacío de la teoría cuando uno quiere discutir sobre su viabilidad, pues el esquema del diálogo sólo admitiría que se discuta sobre la viabilidad de su teoría dentro de su esquema discursivo, es decir que es lógicamente reticente a la crítica, así mientras que posiciones religiosas, políticas, estéticas, constitucionales deben ser discutidas racionalmente, la razón solo admite discusión dentro de sus misma cáscara, dentro de la razón misma De manera que su eslogan: “todo es discutible” realmente oculta un: “todo es discutible mientras no discutamos sobre los principios liberales que informan y saturan el discurso racional” y así todo cuestionamiento del poder, que es el oxígeno de la democracia, la primera actitud del ser demócrata, se convierte en un ejercicio privado y desconectado del lenguaje y sus posibilidades transformadoras.
III-             POS-POLÍTICA
El multiculturalismo y pluralismo liberal intentan a toda costa integrar la diferencia radical como anomalía, como una innovación controlada, donde ya existe una predefinición desde el sistema de lo que cuenta como información relevante; lo jurídico determina cuáles son las circunstancias que permiten la aparición de la sorpresa, de  lo que cuenta como nuevo y lo que no (Christodoulidis, 2007). El derecho, reactiva intensamente los territorios conocidos, establece los patrones que pueden ser alterados, determina de manera selectiva las oportunidades de cambio. Los contextos sociales, culturales, se determinan desde el derecho; el derecho no es contextual: el contexto es creado jurídicamente.
El multiculturalismo y pluralismo como reingeniería del liberalismo llevan su lastre totalitario, pues implican la reducción de verdaderos conflictos políticos a simples problemas de adecuación textual, a meros problemas de admisión asimilitava de la diferencia, se trata del trabamiento o clausura de la democracia que bloquea las oportunidades de contestación, de la imposición directa de límites de lo que es jurídicamente negociable. Se determina desde adentro quién y qué se incluye dentro del diálogo. El proceso solo puede derivar en consenso; no se permite salirse de los protocolos del derecho y se anula de tajo la posibilidad de intentar un diálogo estratégico o de resistencia (Christodoulidis, 2007). El consenso siempre es consenso dentro de una forma de comunicación particular, siempre entre sujetos que existen precisamente en la medida en que pueden pronunciarse y asumen las dimensiones y consecuencias del diálogo. Como sostiene Gayatri Spivak (1988, pp. 24), el consenso es la cancelación de la democracia mediante la estructuración de las cualificaciones de quién y cómo puede intervenir en el discurso. En otras palabras se admite la discusión sí y solo sí se presuponen reglas discursivas impuestas unilateralmente.
Slavoj Zizek llama a este proyecto asimilativo liberal, pos-política, aquí se encuentra la fórmula por excelencia de denegación de lo político, la pos-política posmoderna ya no se limita a reprimir lo político tratando de contenerlo y de apaciguar “los retornos de lo reprimido” de unificar artificialmente un mundo partido por las diferencias a partir de la lógica de adentro y afuera, del civilizado y el bárbaro o el hombre racional y el disidente, sino que lo forcluye sicóticamente al incluir falsamente a las minorías extirpando de la inclusión cualquier dominio político que establece la diferencia (Zizek, 2001).
La pos-política supone la colaboración de un circuito cerrado de tecnócratas ilustrados (economistas, sociólogos, obviamente abogados) y multiculturalistas liberales; donde se pretende reducir el conflicto político a una negociación de intereses, a un centro radical diría Giddens, para llevarlo luego a un consenso universal subrayando la necesidad de abandonar las antiguas divisiones ideológicas y enfrentar nuevas cuestiones utilizando el saber experto necesario y una deliberación libre que tome en cuenta las necesidades y demandas concretas de la gente (Zizek 2001) (Brown, 2010).
Al otro lado las minorías, desplazados, lgbt´s, negros, indigentes, indígenas, musulmanes cada vez más impedidos para politizar su situación.
Lo que este procedimiento tolerante imposibilita es el gesto de la politización propiamente dicha: “estos violentos pasajes atestiguan algún antagonismo subyacente que ya no puede ser formulado-simbolizado en términos propiamente políticos” (Zizek, 2001 pp 217), evita elevar metafóricamente el agravio, lo político se encuentra forcluido, y disfrazado tras la máscara de la negociación.
IV-             EL ABISMO CONSTITUYENTE
El reto que no ha asumido el constitucionalismo es tomarse la democracia en serio. Por lo tanto la respuesta a esta pregunta depende inicialmente de la sinceridad y profundidad con la que uno aborde los dramas del mundo y finalmente descansa en nuestra construcción de lo que entendemos por democracia, a sabiendas que todo problema metodológico es en el fondo un problema ideológico.
La democracia radical asume el desafío de pensar la diferencia y la multiplicidad desde el abismo democrático y no desde los derechos humanos, desde el poder constituyente y no desde el constitucionalismo libertario, pues la aniquilación del conflicto es el elemento vertebral, tanto del constitucionalismo como de las diferentes variaciones de multiculturalismo liberal, que debemos superar si realmente queremos estar en presencia de una auténtica democracia en la diferencia.
La pregunta entonces no es que reprime la política, sino que es reprimido de la política por el derecho y las técnicas deliberativas, el objetivo restituir el conflicto como orden del ser de la política.
Es aquí donde resuena con toda su problemática el corto circuito entre el liberalismo, cuyas instituciones aspiran al orden y uniformidad como valor central, y categorías difusas como la democracia y la multiplicidad, como experiencia traumática e inacabada. El proyecto liberal termina siempre retrayéndose al orden de los órdenes: el Estado y el constitucionalismo, por más vanguardista que sea estará siempre estancado en una mera teoría del Estado. Por ello Partha Chatterjee (2006) afirma que de acuerdo con el constitucionalismo la sociedad solo puede ser comprendida en relación con el Estado y de acuerdo con una teoría general del derecho.
El poder constituyente escapa a toda posibilidad de ser entendido dentro de las formas normales del ordenamiento jurídico; su forma es incongruente con el orden y en la medida en que establece él mismo el orden, no puede ser comprendido dentro del orden mismo. La tradición constitucional liberal, al encontrarse con este escollo monumental, confunde poder constituido con constituyente y colapsa el origen en la consecuencia, lo político en lo jurídico, la multiplicidad en la unidad. Este extravío le permite al liberalismo mantener la fachada de relación y consistencia dentro de los términos del orden jurídico instituido, un complejo cerrado dentro de su propia lógica, pues el poder constituyente reta frontalmente los fundamentos mismos del orden (Sanín, 2009). Mientras que el poder constituyente en su nuda presencia es incomprensible y escapa a los cauces de la normalidad, el poder constituido encaja a la perfección dentro de la lógica interna del orden, pues es su propio reflejo. Así resulta mucho más fácil disolver o convertir el constituyente dentro del espacio representacional del constituido (Badiou, 2003).
La democracia es una amenaza constante al poder constituido. No se trata de una enumeración aritmética o de un proceso que nos permita determinar un bloque visible de actos, objetos y presencias; por el contrario, el constituyente es el sujeto creador de esos actos, objetos y presencias (Wall, 2009).
En el poder constituyente está implícita la idea que el pasado ya no puede explicar el presente y que solamente el futuro lo podrá hacer, el poder constituyente tiene una relación singular con el tiempo, pues crea su propia temporalidad, su propia historia y lenguaje, el constitucionalismo es la protección de una temporalidad inerte, vasalla de la historia, y el constitucionalista su narrador inanimado. El lugar del poder constituyente es pues el lugar de la crisis, la crisis manifestada en la imposibilidad de síntesis histórica entre poder constituyente y poder constituido (Agamben, 2011 pp, 4).
El sueño liberal del Estado al servicio de la sociedad se convierte en la pesadilla de lo social al servicio del Estado y el Estado como control de la desmesura de lo  democrático.
V-                FENOMENOLOGÍA DE LA CULTURA Y FORMAS SIMBÓLICAS
Ahora bien, una ruta prometedora para romper el nudo falaz del pluralismo y multiculturalismo liberal es acudir a las formas simbólicas anunciadas por Ernst Cassirer y actualizadas en la obra de Drucilla Cornell y Kenneth Panfilio (2010) que deriva en una fenomenología cercana al proyecto decolonial.
Siguiendo a Cornell & Panfilio, una forma simbólica como concepto compacto e indivisible involucra una forma particular percibida en relación con el todo simbólico. Una transformación de la realidad  donde el sistema simbólico implica que el ser humano no habita una realidad única y definida por una palabra maestra (razón), sino que crea constantemente nuevas dimensiones de la realidad (Cornell & Panfilio, 2010). En otras palabras el ser humano vive y comprende el mundo siendo parte de un inmenso circuito de formas del lenguaje que desde múltiples campos desde donde se crean sentidos de vida se apropian de realidades que son nombradas de manera diversa y muchas veces antagónicas, así que palabras como razón son el resultado de numerosas pugnas históricas para apropiarse y darle contenido a la palabra, donde la palabra no deviene de sí, sino de redes superpuestas del lenguaje.
 El positivismo y el realismo se aferran a la idea que la filosofía todavía consiste en lo que es o lo que debe ser a partir de lo que está dado como inexorable. Cornell & Panfilio, como Kant arguyen que solo podemos estudiar formas de juicio, pero añaden que esas formas de juicio siempre están mediadas por la multiplicidad de formas simbólicas desde donde bombardeamos la realidad para construir sentidos de vida.
 Para la fenomenología de la cultura, los objetos matemáticos no son ni más altos ni más puros que la objetividad que permite el mito, el folclor o el arte, se trata simplemente de diversas formas simbólicas. Realmente lo que se ha elevado al lugar del mito es la persistencia hegemónica de un mundo y unas relaciones de poder aparentemente naturales que se encumbran a un lugar inalcanzable. Son formas simbólicas que excluyen y pretenden abarcar la totalidad objetiva y esconden su auténtica naturaleza de ser un mero juicio en una malla de juicios similares.
Cornell & Panfilio siguen la “Crítica de la razón pura” cuando afirman que no existe sujeto o conciencia como presencia que no sea realmente sujeto de algo y conciencia de algún objeto. Dicha conciencia es siempre la elaboración a través de formas simbólicas, a partir de un material ya dado pero que es transformado constantemente a sabiendas que no hay forma de regresar a la cosa en sí, pues los fenómenos tal como se nos presentan ya son edificaciones de formas simbólicas previas. Pero además la intermediación constante de otras subjetividades que elaboran formas simbólicas, son la forma de aparición de lo político.
La fenomenología de la cultura es entonces el estudio de los fenómenos dados a nosotros por formas simbólicas y su presencia ante nosotros, bien sea por el mito, por la historia o por las matemáticas. La clave en Cornell & Panfilio es que si bien, como asegura Kant, cada símbolo y su forma aparecen solamente en el tiempo y en el espacio y la imaginación trascendental es indispensable para su conexión, para Cornell & Panfilio cada material simbólico puede ser relaborado constantemente. Así, mientras que la síntesis Kantiana privilegia ciertas zonas del conocimiento, tales como la matemática, la ciencia y más tarde la bilogía, en la fenomenología cultural se trata de confecciones simbólicas que aspiran a la objetividad sin ningún tipo de jerarquías entre ellas, ningún punto central o de privilegio hegemónico que defina un discurso como ordenador de todos los discursos.
La fenomenología nos invita a desarrollar retratos precisos y a tematizar la vida cotidiana, el racismo y el colonialismo, son fenómenos cotidianos y como tal son aspectos normales de la vida moderna. Bajo condiciones extremas los seres humanos encuentran formas de vivir bajo condiciones normales “como sí”. La costumbre de lo ordinario llega a un punto donde distorsiona la realidad, en el caso del racismo un grupo de personas se les permite vivir una vida ordinaria bajo condiciones ordinarias mientras que a los otros grupos se les exige vivir bajo condiciones extraordinarias. La mala fe institucional invisibiliza esas condiciones extraordinarias e impone como norma la falsa noción de condiciones compartidas de normalidad (Gordon, 2006).
Finalmente la decadencia disciplinar se demuestra cuando se condena otras disciplinas por el mero hecho de no ser la propia.
El universo simbólico está marcado por la existencia de objetos actuales y objetos posibles, lo posible, incluyendo claro está la posibilidad utópica, que contradice la aquiescencia pasiva de reconocer la realidad y habitarla inmóvilmente. Al no existir ninguna jerarquía entre formas simbólicas, por lo tanto no existe ninguna jerarquía entre seres humanos que representen, por ejemplo, una forma superior de la razón y el pensamiento. Este es el plurinacionalismo al que se refieren las constituciones como la boliviana y la ecuatoriana.
Como afirman Nancy (2000) y Ranciere (2001), estar en común es la única realidad, al mundo al que llegamos en el universo simbólico no es reductible a una capacidad individual única, ese sería el lugar de Dios. Entonces lejos de caer en el intento fallido de Habermas de salvar a la razón de su uso instrumental y desarrollar un concepto de razón enraizado en la pragmática universal del discurso, donde lo negociable ya está definido de antemano y se desplaza la aparición del sujeto a la pertenencia de un discurso determinado sin su participación, las formas simbólicas no despolitizan sino antes bien intensifican el conflicto como formación de lo político.
La fenomenología, al demostrar que no existe la cosa en sí, significa que la única forma de entender la historia es si se le dota de un telos y aquí está el giro radical: Todas las formas simbólicas apuntan a un horizonte de posibilidades inherentes al ideal regulativo que las definen como formas de conocimiento. En toda forma simbólica existe una perspectiva del Yo, pero en cada cadena de formas simbólicas siempre hay múltiples perspectivas de otros Yo singulares que se expresan de maneras diversas y que provienen de la misma libertad de juzgar, por lo que la perspectiva del Yo es auténtica en la medida en que proviene de la libertad absoluta de juzgar pero es siempre singular en permanente unión u oposición a diversas formas simbólicas que provienen de la misma facultad de juzgar. De otra manera la historia sería estática o circular y quedaríamos atrapados en la prisión de lo dado. En palabras de Pettit, “así como existe una perspectiva personal que solo está disponible cuando hablamos del yo, también hay una perspectiva singular disponible únicamente cuando hablamos de Nosotros” (En Ranciere, 2006).
La versatilidad de las formas simbólicas nos permite abstraer las relaciones entre objetos de manera que solo las relaciones perviven como foco de la simbolización. No vivimos en un universo físico, sino en un universo simbólico, el lenguaje, el mito son partes de este universo, son tejidos diversos que trenzan la red simbólica.
Siguiendo a Zizek (2009), la naturaleza realmente es una segunda naturaleza, tenemos taponada cualquier posibilidad de regresar a la cosa en sí, a la naturaleza abierta y dispuesta. La naturaleza, específicamente la política, esta tendida en amplios campos simbólicos, definida por imágenes artísticas, rituales, metáforas que solo adquieren sentido en la caja de resonancia de las formas simbólicas, pero precisamente la ausencia o imposibilidad de volver a una primera naturaleza o al mito del paraíso perdido es lo que nos permite que nuestra experiencia pueda constantemente relaborarse y crear nuevas formas simbólicas.
Dentro del marco de aplicabilidad universal cualquier objeto que denotemos con una palabra solo puede experimentarse, inicialmente, a la luz de toda una experiencia de mundo revelado en un lenguaje prexistente. Cornell & Panfilio retienen el núcleo kantiano conforme al cual la conciencia es el mantenimiento de múltiples contextos de la experiencia como una unidad, pero para ellos esta unidad sintética no la alcanzamos exclusivamente a partir de la imaginación trascendental, pues las imágenes de la imaginación están siempre mediadas a partir de formas simbólicas. De esa manera llegamos a la conclusión que los seres humanos son simbólicos y no racionales, y la conciencia solo es posible a partir de un universo simbólico compartido.
Lo anterior demuestra que el propósito de la filosofía no es la búsqueda del origen o fundamento primero sino las consecuencias últimas de la acción. Pensar es la primera acción, renunciar al dominio de la realidad la primera teoría.
VI-             LA DEMOCRACIA RADICAL O LA DEMOCRACIA COMO ÚNICA POLÍTICA
Para Jacques Ranciere, internamente el demócrata es el enemigo, la Comisión Trilateral marcó la tendencia hace tres décadas (Ranciere, 2006, pp 46), en la democracia los don nadie, los sin título que tratan de involucrarse directamente en los asuntos públicos y elevan cada vez más la intensidad de las demandas populares, se convertían en una amenaza directa a la riqueza de los países poderosos, por ello la Comisión vuelve a los pilares estructurales de Adam Smith, donde la democracia debe significar el gobierno rígido y permanente sobre el deseo democrático.
La democracia en su ontología más radical significa el poder del pueblo, y en esta medida podemos sostener que la democracia es la única y auténtica base que hace pensable la política. Así el asno democrático o el séptimo título platónico, es realmente el lugar paradójico, el vacío de donde surge la verdadera política.
La diferencia radical y determinante entre la democracia y cualquier otro sistema de atribución y designación del poder es que en la democracia el sujeto está marcado por una división trascendental y única; el presupuesto de la democracia es que el sujeto político es tanto gobernante como gobernado (Ranciere, 2001). Ahora, no existe sujeto previo a la política; la política, como antagonismo, es el lugar donde se asoma y se crea el sujeto, es la relación política interna entre sujetos el momento de inicio de la política. Exclusivamente en la democracia, gobernar (archein) y ser gobernado (archestai) recaen sobre el mismo sujeto. Es la interjección entre estos dos términos contradictorios lo que da forma y textura al sujeto (Ranciere, 2001), la democracia desaparece en un soplo cuando esta relación es desechada y el archein es sustituido por una entidad teórica como el Estado o la ilusión de un proceso deliberativo neutro.
Mientras que en la oligarquía, la aristocracia o el absolutismo los sujetos políticos se definen desde el lugar de enunciación de quien gobierna, la subjetividad en la democracia está atrapada en esta relación múltiple y compleja. La democracia es precisamente la ruptura de la lógica de la enunciación de arriba abajo o jerárquica. Demos-arche es la paradoja de la conjunción no presente en oliga-archia. Mientras que en los primeros tipos de distribución del poder político, quien gobierna define la posición y situación de los sujetos gobernados, en la democracia, como lo explica el filósofo francés Jacques Ranciere (2001), el sujeto se define a sí mismo a partir de su lugar central en la actividad política. La democracia no solo es el rompimiento de la lógica de separación absoluta entre gobernante y gobernado, sino que es la ruptura de la idea según la cual todo tipo de distribución de poder significa un modelo preexistente; en otras palabras: que existe una disposición previa o requerimiento natural para poder gobernar. Incluir
La democracia es precisamente la anulación de las condiciones para gobernar; es el gobierno de aquellos que carecen de cualidades o disposiciones para gobernar. Lo propuesto por la ortodoxia liberal es precisamente el regreso de las condiciones a través de la imposición de jerarquías del conocimiento evidentes en su dominio en la economía, la administración y el derecho (Legendre, 2008). El populacho no puede gobernar; necesitamos unos amos, sabios, que nos digan desde su infalibilidad ilustrada cómo ser, cómo actuar y quienes somos.
Mientras que las otras formas de distribución del poder político dependen para su existencia de procedimientos para llenar el lugar vacío de las cualificaciones “de los sabios sobre los ignorantes, de los ricos sobre los pobres, de los poderosos sobre los débiles” respondiendo todas ellas según la tradición platónica a una distribución natural de las diferencias —que ya vienen establecidas por un marco universal y necesario-, la democracia perfora dicha lógica, pues implica la especie faltante de cualificaciones para gobernar. El sujeto político esencial es precisamente el que carece de cualidades para el archein (Ranciere, 2001).
El pueblo es precisamente esa parte, el faltante de las cualificaciones naturales, y por tanto solo la democracia puede entenderse como política, pues mientras en la oligarquía o en la aristocracia el antagonismo ya fue definido por características naturales y lo que sigue es simplemente la adecuación natural del modelo a la realidad, la democracia es el lugar mismo donde el antagonismo no se ha resuelto, es una acción excepcional y constitutiva del sujeto.
Pero es precisamente esa falta de cualificación la que se convierte en el único requisito para ejercer la democracia y constituir entonces la categoría de pueblo.
La conclusión es entonces que el Demos designa precisamente la categoría de personas que no son tenidas en cuenta en las otras formas de gobierno; el residuo que las excluye de cualquier tipo de inclusión; los que son invisibles e inaudibles para los gobernantes; los que no caben en los códigos férreos del discurso ideal y su distribución de intereses y deseos. El que habla cuando se supone debe callar, el que se moviliza cuando se supone se debe quedar quieto. El fundamento de la democracia es entonces el disenso y no el consenso. Los consensos son prefabricados, el disenso no es la confrontación entre intereses y opiniones, sino la manifestación de la distancia que existe entre lo sensible y su enunciación que hace colisionar los mundos, es la distancia insalvable entre poder constituido y poder constituyente.

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