Cinco tesis desde el pueblo oculto
Ricardo Sanín
Restrepo
Será
necesario en cambio tomar en consideración la sorprendente posibilidad de que
el interés del derecho por monopolizar la violencia respecto a la persona
aislada no tenga como explicación la intención de salvaguardar fines jurídicos,
sino más bien la de salvaguardar al derecho mismo.
Walter
Benjamin
Resumen:
Este artículo enuncia 5 tesis cuya
combinación fijan una teoría sólida de la democracia popular en un mundo
post-colonial. Primero fija el lugar paradójico y excepcional del pueblo como
soporte de legitimidad de una modernidad que se afirma en la exclusión del
pueblo como constituyente, ello nos permite separar dos conceptos de pueblo
cruciales en la modernidad e identificar que el auténtico pueblo de la
democracia es el pueblo “oculto”, “la nuda vida” que el derecho, al suplantar
la soberanía popular, suspende en estado de excepción permanente. Luego rescata
el concepto de pueblo, a partir del principio de su “potencia” para lograr la
síntesis entre poder constituyente y soberano que ha sido prohibida por el
derecho moderno. La tercera fase establece que cualquier filosofía política o
constitucional que no tenga su punto de partida en la simbiosis entre
modernidad y colonialidad es superficial, vacía y esta decididamente del lado
de los métodos de opresión y supresión política. Luego demuestra que en América
Latina la categoría “Nación” ha obrado como un agente de exclusión social y
política por excelencia, y que en vez de haber sido una herramienta de
emancipación y resistencia lo ha sido de dominación y destrucción de la
diferencia, es en la Nación entonces donde hay que ubicar la transformación de
un proyecto colonialista a un proyecto de colonialidad. Finalmente, y luego de
abordar la democracia desde la diferencia entre violencia que crea el derecho y
la que la conserva, de entender la soberanía no desde el poder constituido sino
del constituyente y de separar el “principio del orden” del “orden
concreto” llegaremos a la conclusión que
dado que el orden de
la democracia es el conflicto, la democracia es la anulación de las condiciones
para gobernar y por ende es la única y auténtica forma de lo político.
Palabras clave: Política radical, soberanía
popular, democracia, democracia popular, poder constituyente, pueblo, potencia,
colonialidad, Estado-nación, violencia divina, pueblo “oculto”.
Abstract:
The present article
enounces five thesis that combined offers a solid theory on popular democracy
in a post-colonial world. First, it grips the paradoxical and exceptional place
of the people as the foundation of legitimacy of a modernity that affirms
itself in the exclusion of the people as constituent power, this will allow us
to separate the two crucial concepts of people in modernity and identify that
the authentic people of democracy is the “hidden” people, “the bare life” that
law, in usurping popular sovereignty, suspends in a permanent state of
exception. Onward, we rescue the concept of the people, through the principle
of its potency/potentiality in order to achieve a true synthesis between
constituent power and the sovereign that has been banned by modern law. The
third phase establishes that any political or constitutional philosophy that
does not have its starting point in the symbiotic relations between modernity
and coloniality is superficial and empty and it’s decidedly on the side of
methods of oppression and political suppression. It then goes on to demonstrate
that in Latin-America, the concept of “Nation” has worked as an agent of social
and political exclusion par excellence, and that far from having worked as a
tool of emancipation and resistance it has been the concretion of domination
and destruction of difference, henceforth it is in the nation where we should
place the transformation of a colonialist project into a project of
coloniality. Finally and after approaching democracy from the difference
between the violence that creates law and the violence that preserves law, and after
understanding sovereignty from constituent power and not from the constituted
and having achieved the separation between “the principle of the order” and any
“concrete order” we will reach the conclusion that given that democracy is the
order of conflict, democracy is then the annulment of the conditions to govern
and hence the only and authentic form of politics.
Key words: Radical
politics, popular sovereignty, democracy, popular democracy, constituent power,
people, potency, coloniality, nation-state, divine violence, “hidden” people
Primera Tesis:
El pueblo es el fundamento
ontológico de legitimidad de la modernidad occidental, sin embargo, los
universales de esta modernidad, tales como Estado y derecho solo pueden
funcionar bajo la condición de reducir al pueblo a la impotencia absoluta y
ocultarlo, lo que hace del pueblo un lugar paradójico, pues está excluido de la
modernidad pero a la vez es la condición esencial de su existencia. Comprender
esto es el primer requisito para romper el ciclo de la negación democrática y
el lugar donde inicia su emancipación.
Abandonados en un
infierno donde la culpa no se expía
pues no se conoce
el nombre del pecado.
En la modernidad
el concepto de pueblo no es simplemente otra categoría agregada a un paisaje
uniforme y que comparte piso con otra serie de elementos dentro de un conjunto
homogéneo que forman una unidad de sentidos. Cuando invocamos el pueblo
llamamos la presencia nada menos que al origen y la fuente insustituible de
legitimidad de toda la modernidad liberal, no obstante, y este es el giro de
tuerca, la modernidad como idea, como fuerza de arrastre histórica, cultural,
política y económica, -así como todos los desastres humanitarios que crea como
condición de subsistencia, toda la crueldad de la inequidad del capital, la
esclavitud y la colonialidad-, solo puede funcionar como funciona bajo la
condición inexorable de la eliminación o neutralización del pueblo. Es más, la
condición de existencia del Estado y del derecho moderno es precisamente que el
pueblo quede por fuera de sus construcciones, que todo se haga a su nombre sin
que él esté jamás presente. La validez del derecho moderno depende enteramente
de la encriptación, cuando no el ocultamiento más severo de los presupuestos de
su legitimidad popular. ¿Cómo es posible tal paradoja? ¿Como es posible que
algo sea el soporte de legitimidad de una estructura, pero esa estructura
funcione a condición de la anulación real de su legitimidad?
Siguiendo a
Giorgio Agamben (1998, pp. 221) pueblo en la modernidad occidental puede
significar una de dos cosas, o bien la totalidad del cuerpo político, el sujeto
político constitutivo, la integración absoluta de ciudadanos libres y
soberanos, el “todos” a nombre de quien obra el derecho y el Estado, o bien los
marginados y condenados, la “nuda vida” el “homo sacer”, los que están de facto
y de iure excluidos del ejercicio de la política y del derecho. Que en su
primera acepción se trate de una totalidad imposible, incompleta, lo prueba el
mero hecho de existencia de la segunda acepción. Sin embargo no se trata de una
contradicción lógica menor y superable instalada en las márgenes de la
democracia, se trata de la anatomía misma de la política moderna, la matriz que
posibilita la modernidad/colonialidad tal como la conocemos. Estas dos
acepciones son implicaciones y dependencias mutuas, la “totalidad” de la
primera acepción requiere mantenerse como totalidad fallida, como una forma
inconclusa que nunca alcanza su forma definitiva y afirma su identidad sólo a
partir del reconocimiento que existe una zona externa a ella que la define,
sólo nos podemos sentir blancos y civilizados cuando construimos un afuera que
sea de color y bárbaro. En términos latos, la totalidad del pueblo de la
primera acepción depende de un exceso que está por fuera de ella, un sobrante
que no está incluido en esa totalidad y por tanto la hace imposible como
totalidad, sabiendo siempre que, a la vez eso que la hace imposible, es su
presupuesto de existencia, sin ese faltante, sin esa carencia, el pueblo como
“totalidad del cuerpo político” no podría llamarse tal, sin ese afuera
abandonado que se requiere para afirmar ese adentro completo el Estado y el
derecho y todas sus manifestaciones, pero básicamente la violencia que preserva
el derecho (Benjamin, 2010) carecerían de sentido.
Estado de
derecho, validez, mercado, legalidad, derechos humanos, desarrollo económico,
misiones humanitarias, guerras preventivas, intervenciones sobre el espacio
público, Estado nación existen y tienen una presencia real en el mundo moderno
anclados todos a un origen y una teleología particular, la democracia, sin la
cual serían términos carentes de valor político y normativo, sin embargo cuando
retraemos los eslabones de esa cadena histórica particular entendemos que la
democracia a la que se refiere es una democracia vacía, o bien se refiere a una
totalidad imposible o a su faltante que de hecho y de derecho está por fuera de
la norma, así el sujeto axiomático de la democracia ha sido eliminado y no
existe más que en un ente nominal bajo cuyo nombre se construyó y se sigue
construyendo ese universo particular. El pueblo soberano, el pueblo como
constituyente es el origen falaz de la modernidad occidental.
El pueblo como exclusión
constitutiva de la modernidad es la nuda vida, el lugar fundamental de la
biopolítica, el homo sacer “a quien cualquiera puede dar muerte pero que es a la vez
insacrificable”. De nuevo con Agamben entendemos que “la politización de la nuda vida
como tal, constituye el acontecimiento decisivo de la modernidad, que marca una
transformación radical de las categorías político-filosóficas del pensamiento
clásico…La política occidental se constituye sobre todo por medio de una
exclusión (que es, en la misma medida, una implicación) de la nuda vida. ¿Cuál
es la relación entre política y vida, si ésta se presenta como aquello que
debe ser incluido por medio de una exclusión?” (Agamben, 1998, pp. 14).
El punto central de la tesis de Agamben es
que el homo sacer, que antes de la modernidad el derecho desplazaba a un afuera
donde cualquiera podía disponer de él y darle muerte, con la biopolítica
moderna el derecho lo incluye hasta que coincide exactamente con él, pero no lo
incluye en la norma, sino en la excepción. El Estado, nuevo soberano de la
modernidad, y quien por tanto decide sobre la excepción, integra a los homines
sacri o la nuda vida no completamente dentro del orden (norma) ni completamente
fuera (caos), sino en la bisagra, en el umbral entre uno y otro (estado de
excepción).
El sello distintivo del soberano es crear el
orden y con él su exterioridad, el soberano como origen del lenguaje declara lo
que está tanto adentro como afuera, es decir determina la normalidad y la
anormalidad en el mismo movimiento. La decisión sobre las diferencias (entre lo político y lo jurídico por
ejemplo) no está, ni adentro ni afuera de la diferencia, “es” la diferencia
misma, es la brecha constitutiva de ese adentro y ese afuera, en otras palabras
es el estado de excepción, solo desde ese lugar paradójico puede el soberano
decidir sobre lo indecidible. El bárbaro que se debe civilizar, el subdesarrollado que se debe
desarrollar, justifica en el mismo instante el sistema que lo excluye. Pero además, sólo en el estado de
excepción puede el Estado soberano someter a la nuda vida, a ese ser
problemático llamado pueblo, que es el origen adulterado pero verdadero de la
legitimidad del Estado y que éste necesita contener constantemente. Sólo en el
estado de excepción puede el derecho suspender su validez y por tanto su
normalidad para actuar sobre el desposeído y el marginado por fuera de la
normatividad del derecho pero con toda la violencia de la legitimidad del
derecho, así cuando
el ordenamiento entra en contacto con la nuda vida suspende su validez como
fórmula directa tanto de integración como de exclusión. La nuda vida, el pueblo marginado queda en una posición de
dependencia absoluta al sistema jurídico como sujeto pasivo de obediencia pero
aun así afuera de manera que se pueda disponer de su vida y de su muerte, es
éste el lugar del sujeto colonial. Sólo allí, y éste es el punto determinante, se perfecciona la sustitución
completa de la soberanía del pueblo al Estado, de manera que el estado de
excepción es el infierno de la modernidad que está reservado tan solo para dos
habitantes, el soberano (quien decide normativamente quien vive y quien muere)
y el pueblo (disposición absoluta a la muerte) solo allí se completa el
latrocinio de la soberanía y su inversión completa, pero reversible a partir de
lo que Benjamin denomina violencia divina (Benjamin, 2010, pp. 32). El esfuerzo
primordial de toda filosofía política debe ser entonces sintetizar soberano y
pueblo como auténtica democracia que la modernidad separó con su división en el
estado de excepción, sólo cuando el que está dispuesto de manera inerme a la
muerte ocupe la posición de decisión sobre quien vive o muere habrá democracia,
sólo en esa síntesis desaparecerá la necesidad de tener un afuera completamente
vulnerable a la muerte como auténtica condición de la política y el derecho.
Segunda
Tesis:
Si bien el derecho moderno
intenta neutralizar el poder constituyente del pueblo al colapsarlo al poder
constituido del Estado, lo que realmente ha producido este gesto es la
imposibilidad de síntesis entre poder constituido y poder constituyente y de
allí que la posibilidad de la democracia siga abierta.
- Sub Tesis: En la modernidad la violencia que preserva el orden imposta
la violencia que crea el principio del orden.
- Sub tesis: Síntesis entre la segunda y quinta tesis: En la medida en
que sólo la democracia puede crear “lo” político, sólo el pueblo puede ser
poder constituyente, esta afirmación se comprueba no solo en un nivel
interno, es decir para aquel que esté obligado a ser coherente con su
compromiso con la democracia, sino
que es una verdad ontológica a secas. Este también puede ser el camino
para superar la disociación que existe en las pseudo-democracias
contemporáneas entre poder constituyente y soberano
Como comprobamos
en la tesis anterior la única historia que le debe importar a una verdadera
filosofía política en el siglo xxi, tiene ser precisamente las formas jurídicas
y políticas desde donde se programó y ejecutó el desprendimiento, la separación
absoluta e irreconciliable entre pueblo y democracia, la forma cómo se ha
sustituido el pueblo, primero por una imagen densa de un pueblo como totalidad
imposible que depende de una exclusión fundamental, para finalmente desollarlo
y convertir sus piezas en formas derivadas de su legitimidad oculta, como es el
caso del Estado, en últimas la pregunta
primera es cómo puede funcionar una democracia sin pueblo o con un sustituto
que sólo sea nominal y vacío. La segunda
dimensión donde opera la conversión del pueblo al Estado sucede a un nivel más
profundo, en el colapso del poder constituyente en poder constituido.
Estamos en el centro del laberinto de la política moderna, la paradoja
producida entre poder constituido y poder constituyente ilumina a la vez que
ensombrece el espacio entero de la filosofía política, es éste el enigma de la
soberanía y por ende de la democracia. Si es cierto como sostienen Schmitt
(1998), Negri (1999), Zizek (2001, 2009) y Agamben (1998) que el soberano es
aquel quien decide sobre la excepción y en la excepción, entonces el gobierno
de la ley depende en última instancia de un acto de abismal violencia solo
fundado en sí mismo: el acto original que funda lo simbólico, que origina la
palabra de la ley es un acto que se resiste a la validez, pues “es” la validez
misma. Cualquier estatuto positivo al que este acto se refiere para legitimarse
es puesto de modo autorreferencial por el acto mismo (Zizek, 2001). No existe
un punto de origen a-histórico que permita contenerlo dentro de otro acto,
cualquier esfuerzo de encontrarlo dentro del constituido será entonces fútil.
El evento de
creación de lo jurídico no es pues jurídico en sí mismo. Es en el evento de la
creación misma de lo jurídico donde se capta la ausencia completa de lo
jurídico. La paradoja está enquistada en el origen mismo de la institución pero
la institución no puede dar cuenta de ella. Por supuesto el terror moderno a la
falta de orígenes precisos, de causas auto-contenidas, de amos que nos dirijan
y nos ordenen que pensar y hacer, vuelca el aparato jurídico a trasladar el
centro de imputación de la decisión a modelos trascendentes e hipotéticos. Sin
embargo, el poder constituyente de la democracia como índice de legitimidad del
sistema es a la vez su anomalía, una contradicción irreparable que determina al
sistema mismo. La clave del orden, de todo el régimen de economía del poder
liberal yace en transmitir la creencia en una racionalidad que sutura cada una
de sus producciones y que es demostrable cuando se retrotraen los efectos (ley)
a una causa original (norma de normas). Un poder constituyente que no contenga
más límite que sí mismo fractura el orden y perfora la apariencia de coherencia
y estabilidad del sistema jurídico. El problema interno para el sistema se
convierte entonces en cómo domesticar y amansar sus orígenes ilimitados y que
se niegan a coincidir con el sistema mismo.
- DE COMO LA VIOLENCIA QUE PRESERVA EL
ORDEN IMPOSTA LA VIOLENCIA QUE CREA EL PRINCIPIO DEL ORDEN
“Toda violencia es, como medio, poder que funda o
conserva el derecho. Si no aspira a ninguno de estos dos atributos, renuncia
por sí misma a toda validez. Pero de ello se desprende que toda violencia como
medio, incluso en el caso más favorable se halla sometida a la problematicidad
del derecho en general” (Benjamin, 2010, pp. 38) en estos términos diferencia
Benjamin el poder constituyente como violencia que funda el derecho y poder
constituido como violencia que preserva el derecho.
El soberano es
el punto de indiferencia entre violencia y derecho, el umbral en que la
violencia se hace derecho y el derecho se hace violencia (Agamben, 1998, pp,
68) no es posible pasar
directamente desde el orden normativo puro a la vida social real, se requiere
de un acto de voluntad, una decisión basada enteramente en sí misma, que
imponga o inaugure el orden y defina su hermenéutica. Cualquier orden
normativo, tomado en sí mismo, queda pegado al formalismo abstracto; no puede
salvar el abismo que lo separa de la vida real. “No obstante (y este es el
núcleo de la argumentación de Schmitt) la decisión que cruza la brecha no
impone un cierto orden concreto, sino
primordialmente el principio formal del
orden como tal” (Zizek, 2001, pp 153). No hay ningún contenido positivo que
pueda presuponerse como marco de referencia comprobado universalmente para
definir el principio del orden, precisamente la decisión del soberano es la creación
de ese marco de referencia llamado principio del orden.
Hobbes fue el primero en postular explícitamente la distinción entre el
“principio del orden” y cualquier “orden concreto”. La violencia que establece
el derecho es el principio del orden, una decisión infundada y extrema,
desenmarcada y absoluta. De otro lado, el derecho como orden concreto a lo
máximo que puede aspirar es a la violencia que preserva el derecho como “orden
concreto”, por eso sostiene Benajmin “Será necesario en
cambio tomar en consideración la sorprendente posibilidad de que el interés del
derecho por monopolizar la violencia respecto a la persona aislada no tenga
como explicación la intención de salvaguardar fines jurídicos, sino más bien la
de salvaguardar al derecho mismo” (Benjamin, pp, 31)
Lo que se debe
detectar en este instante es que la violencia que preserva el derecho no solo
se limita a preservar el orden concreto como derivación de la violencia que
funda el derecho, y a simplemente ejercer violencia “del” derecho y “por” el
derecho, sino que va mucho más allá, y este es el paso que nos provoca a dar
Benjamin, cuando el derecho ejerce violencia para preservar el derecho, en el
mismo acto da un salto cualitativo y conquista formalmente el cierre de la
fractura entre poder constituyente y poder constituido, pues el derecho
imposta, coloniza el lugar de la violencia que funda el derecho, que no podría
ser suyo pues ese es el lugar exclusivo que define al constituyente, no
obstante, lo jurídico desde la excepción interpone una especie de interfaz, y
ocupa el lugar del constituyente cuando logra que la violencia que preserva el
orden se confunda con el derecho que crea el orden, lo cual se comprueba con la
suspensión en la que mantiene al pueblo “oculto”, es en este lugar preciso
donde se confunde el principio del orden con el orden concreto, el poder
constituyente con el derecho y la democracia con su vacío.
- LA IMPOTENCIA DE LA SOBERANÍA DEMOCRÁTICA
Las teorías del
Estado, arrancando con la teoría contractualista de Hobbes tienen como única
finalidad reducir la democracia a la impotencia en el mismo momento que
depositan todo el poder del soberano en el Estado, de acuerdo con toda teoría
del contrato cuando se erige el monumento colosal del Estado ya la democracia
se ejerció y agotó en la forma de otorgarle al soberano los derechos que se
incorporan entonces a un estado civil que supera e inhibe la aparición de la
violencia que no tenga otra finalidad que la protección del Estado mismo. En
otras palabras se clausura el lugar del pueblo y se anula el poder
constituyente.
En la medida en
que las personas, de manera obscena y aberrante, son tenidas en cuenta como
contratantes con idénticas cualidades e intereses y la ley inaugural no hace
ninguna distinción formal entre incluidos y excluidos se inhibe toda
posibilidad de rebelarse contra el Estado soberano, pues al no ser considerados
como abandonados o nuda vida, sino como parte del Estado, tal posibilidad está
proscrita, así lo afirma Agamben “La comprensión del mitologema Hobbesiano en
términos de contrato y no de bando condenó la democracia a la impotencia cada
vez que intentó confrontar el problema de la soberanía, pero además volvió
incapaces a las democracias constitucionales de pensar realmente la política
liberada de la forma del Estado” (Agamben, 1998, pp 115).
El poder
constituyente escapa a toda posibilidad de ser entendido dentro de las formas
normales del ordenamiento jurídico; su forma es incongruente con el orden y en
la medida en que establece él mismo el orden, no puede ser comprendido dentro
del orden mismo. La tradición constitucional liberal, al encontrarse con este
escollo monumental, confunde poder constituido con constituyente y colapsa el
origen en la consecuencia, lo político en lo jurídico, la multiplicidad en la
unidad. Este extravío le permite al liberalismo mantener la fachada de relación
y consistencia dentro de los términos del orden jurídico instituido, un
complejo cerrado dentro de su propia lógica, pues el poder constituyente reta
frontalmente los fundamentos mismos del orden. Mientras que el poder
constituyente en su nuda presencia es incomprensible y escapa a los cauces de
la normalidad, el poder constituido encaja a la perfección dentro de la lógica
interna del orden, pues es su propio espejo. Así resulta mucho más fácil
disolver o convertir el constituyente dentro del espacio representacional del
constituido (Badiou, 2003). La democracia es una amenaza constante al poder
constituido. No se trata de una enumeración aritmética o de un proceso que nos
permita determinar un bloque visible de actos, objetos y presencias; por el
contrario, el constituyente es el sujeto creador de esos actos, objetos y
presencias (Wall, 2012).
El pueblo, una
vez nombrado como agente primordial de la auto-determinación, en ese mismo acto
de nombrar desaparece y su convierte en un remanente del sistema que
constituye, se torna en un poder constituido y limitado por reglas y
procedimientos, queda privado de toda potencialidad de “ser” el mismo su propio
origen. El lenguaje de determinación, el momento de enunciación de lo político
se traslada artificiosamente al Estado. La autodeterminación se convierte en un
concepto predeterminado y, como tal deja de ser autodeterminación
(Christodoulidis, 2007). El discurso constitucional permanentemente retrae al
constituyente al espacio representacional del constituido. La forma
constitucional atrapa y recluye al constituyente.
En el poder
constituyente está implícita la idea que el pasado ya no puede explicar el
presente y que solamente el futuro lo podrá hacer, el poder constituyente tiene
una relación singular con el tiempo, pues crea su propia temporalidad, su
propia historia y lenguaje, el constitucionalismo es la protección de una
temporalidad inerte, vasalla de la historia, y el constitucionalista su
narrador inanimado. El lugar del poder constituyente es pues el lugar de la
crisis, la crisis manifestada en la imposibilidad de síntesis histórica entre
poder constituyente y poder constituido (Agamben, 2011 pp, 4).
Es aquí donde
resuena con toda su problemática el corto circuito entre el liberalismo, cuyas
instituciones aspiran al orden y uniformidad como valor central, y categorías
difusas como la democracia y los seres problemáticos, como experiencia
traumática, y múltiple. El proyecto liberal termina siempre retrayéndose al
orden de los órdenes: el Estado, y el constitucionalismo, por más vanguardista
que sea estará siempre estancado en una mera teoría del Estado
Siguiendo a
Negri (1999, pp 19) el constitucionalismo es una doctrina que conoce solo de
una historiografía particular, el poder constituyente siempre se refiere al
futuro que se esconde en la latencia de un momento, en el todavía no, en la
conciencia anticipatoria, algo que está presente pero escondido en el deseo de
la esperanza. Nuestros constitucionalistas ordenan el rompecabezas con
precisión milimétrica para que las narraciones cuadren con el mito de la
necesidad histórica, el constitucionalismo impone un pasado ficticio para
derivar de él un presente necesario y con ello se convierte en un subproducto
dependiente de historiografías particulares.
Así, mientras la
democracia es una teoría del gobierno absoluto, el constitucionalismo es la
teoría del gobierno limitado que neutraliza la democracia. El poder constituido
se convierte así en la forma de contener la vitalidad del poder constituyente,
de neutralizar sus energías creativas para convertirlo en un objeto dócil,
metafísico, artificioso, para el liberalismo el poder constituyente, como
innovación de la violencia es carismático y solo puede ser tomado en cuenta por
el constitucionalismo cuando ha sido racionalizado por el poder constituido.
La primera conclusión que podemos extraer es entonces que la constitución
ni ordena, ni une al pueblo, el pueblo ordena su unidad política a través de la
constitución. La constitución no es el origen del poder, sino su consecuencia.
Ello implica que la verdadera constitución, como fenómeno político “es” el
pueblo. Si traslapamos dicho orden retornamos a lo inasible impuesto por un poder
constituido que no conoce otra verdad que la verdad de su propia y
auto-contenida validez. Si el constituyente es desplazado a un segundo grado,
dependiente de una institución llamada constitución, cualquiera puede reclamar
el lugar de enunciación de la verdad.
- EVENTO Y POTENCIA, EL VERDADERO CONSTITUYENTE
Para Alain Badiou (2003), filósofo
continental francés, y una de las figuras centrales de la filosofía
contemporánea, la diferencia entre verdad y
conocimiento es que la verdad surge como novedad, como acontecimiento que rompe
el espacio de lo planificado. Del otro lado, como contraparte, el conocimiento
es la repetición continua, la transmisión de códigos en un protocolo
formalizado dentro del lenguaje. La verdad está por fuera del conocimiento establecido,
no depende de las redes semánticas existentes y no puede ser definida entonces
por el conocimiento actual. Su determinación es cuestión de pensamiento y no de
juicio. Por tanto, la verdad depende de una decisión infundada, dislocada, sin
referente en el mundo del conocimiento. Para que la verdad afirme su novedad,
requiere un suplemento impredecible e incalculable. Dicho suplemento es un
“evento” que interrumpa la repetición, que haga colapsar el sistema
establecido, pues desborda su capacidad de inscripción, su capacidad de
simbolización, lo Real o impronunciable del psicoanálisis.
Pues bien, La
diferencia entre subjetividad jurídica y subjetividad política es la misma que
existe entre conocimiento y verdad. De la misma manera, la diferencia entre poder
constituyente y poder constituido es la diferencia entre verdad y conocimiento.
La subjetividad jurídica proviene de un contraste entre los rasgos del
subjectus y las exigencias de un régimen de conocimiento llamado derecho, es la
adaptación de un ente general a uno particular, “¿Qué soy frente al derecho?”
¿Cómo me ve y me reconoce ese “gran otro” de qué forma el reconocimiento de mi
ser está predeterminada por los rasgos exigidos por el lenguaje jurídico? ¿Qué
he de hacer para ser reconocido por el Padre sádico llamado derecho? De otro
lado, la subjetividad política democrática, crea su propia verdad a partir de
la acción, de la auto-determinación, nihilista en la creación de un nuevo
lenguaje que inaugure un nuevo régimen de subjetividades. La democracia
solamente puede pertenecer a éste régimen de creatividad política es decir a la
verdad. En el conocimiento el derecho define y crea la democracia, en la verdad
es la democracia la que somete y se libera del derecho como situación del
conocimiento, mientras que en el primer caso el sujeto es nombrado desde un
afuera ajeno, en este caso el sujeto (pueblo) deviene de su posesión sobre el
lenguaje, es constituyente de la verdad y no constituido por el conocimiento.
Si el
conocimiento establecido permite definir las condiciones de surgimiento de la
verdad del evento, entonces la situación no es un evento, pues es mesurable
dentro de un campo de referencia. La decisión de asegurar que el evento es
verdadero está entonces por fuera de la situación de conocimiento, por fuera de
toda narración lingüística existente. El evento se torna verdad con la decisión
subjetiva de afirmar, sin marco de referencia, que el evento ha sucedido, a
esto Badiou llama “fidelidad” al evento (Badiou, 2003). La fidelidad del sujeto
colectivo con el evento inaugura un proceso de verificación de la verdad dentro
de la situación del evento que supera entonces el marco de conocimiento
anterior. La afirmación del evento, la fidelidad a este, es lo que constituye
al sujeto político.
La democracia no
puede subsistir sin autodeterminación. Por ello la democracia es el sello del
sujeto político; la acción política es presupuesto ontológico del ser
colectivo. El ser define lo político y lo político define al ser; es una unión
indivisible. El lugar del constituyente es entonces la fidelidad a su propio
evento, no puede ser situado de ninguna manera, más allá del estrangulamiento
de la vida en la institucionalidad que es un simple espejo de la situación del
conocimiento constituido. Así, el sujeto emerge de la acción, y su acción
política de afirmación del evento es la única medida del presente.
Autores como
Agamben (1998) Wall (2012) Mouffe (2000) y Negri (1999), proponen desde
diversos ángulos el término aristotélico de Potentia
como el elemento definitivo del poder constituyente. La potentia
(potencialidad) es la posibilidad esencial de la cosa en devenir en algo más,
de traducirse en acto (actualidad), según su propia condición. La potencialidad
del niño de ser hombre, de la semilla ser flor, etc. Las cosas son potenciales,
siempre y cuando puedan o no ser. Según Wall, la idea nos empuja a probar los
límites de la posibilidad e imposibilidad.
La potencia no
deja de serlo cuando se concreta en actualidad. Así, la potencia del
constituyente se encuentra en su potencial de constituir o de no constituir. Si
constituye ya es actualidad y lo constituido pierde todo asomo de
potencialidad. Así, potencia no puede describirse dentro de un orden
predeterminado, pues la potencia implica esencialmente realizarse o no. El
hecho de que la potencia constituya (cree el acto) es un dato empírico aislado
de su propia identidad, que puede describirse claramente, pero en esa
descripción no se captura su elemento fundamental. Lo Potencial/potentia, a
diferencia de lo actual/acto es permanente, esencial, intransferible, aptitud
constante de devenir, de ser o no ser, de hacer o no hacer.
El hecho de que
el poder constituyente ejerza su potencialidad y esta se actualice en la
constitución no implica que pierda su potencia de ser otra cosa diferente. Como
en la física, la potencia no se traslada, siempre permanece en estado de
potencialidad, der o no ser.
El poder constituyente no puede ser contenido por ningún orden
trascendente, no existe ningún marco jurídico previo que determine sus
instancias u obligue su concreción, no existe una etimología previa al momento
constituyente, pues es precisamente el poder constituyente el que le atribuye
sentido al orden que establece, la constitución como momento de concreción de
ese poder ilimitado origina un momento que ella misma no puede autorizar.
Mientras que el
poder constituido es acto/actualidad definido por su propia dimensión física de
ser creado y por tanto derivado, el constituyente define el acto desde su
potencia. El acto como actualidad es su producción y por tanto carece de
potencia. Uno es presencia, el otro la ausencia que determina plenamente la
posibilidad de ser o no ser, en los términos de su propia potencia. El punto
crucial es que la potencia misma de traducirse al acto define la cosa, es
decir, la cosa “es” en su potencia indiferentemente del acto, indiferentemente
de su hacer o no hacer, la potencia “es” su propia morfología ontológica. Así,
si se quiere definir el poder constituyente este solo se puede definir por la
potencia que “es” que se traduce como movimiento, como estar en el mundo en su
posibilidad infinita de ser o no ser. Como sostiene Agamben “lo que es potente
puede pasar al acto sólo en el punto en el que se desprende de su potencia de
no ser” (Agamben, 1998, pp 103) La potencialidad de la violencia que funda el
derecho no se pierde con el hecho de crearlo, ni mucho menos se traslada al
derecho que es el acto mismo derivado de la violencia que crea el derecho.
Crear una constitución es simplemente un desprendimiento de esa potencia de no
ser, lo cual jamás puede hacerse equivalente, como lo intenta desesperadamente
la filosofía del derecho liberal, a sostener que cuando se ejerce el poder
constituyente este se traduce, se transforma en algo diferente desposeído de sí
mismo, y que finalmente se traslada y queda encerrado en el poder constituido,
este despropósito lógico conduce a la inversión de potencia y acto, de poder
constituyente y poder constituido.
La conclusión de
entender el poder constituyente como potencia y no como acto, es que la
potencia se mantiene con el acto en una relación de suspensión, es decir de
excepcionalidad, pues el constituyente en su potencia puede el acto sin
realizarlo y al realizarlo la potencia permanece intacta. Si es cierto que la
potencia del constituyente es decidir desde la excepcionalidad, entonces el
constituyente es el único soberano y de tratarse de una democracia el pueblo es
el único que puede ocupar ese lugar.
Es en este
sentido que diferenciamos tajantemente el poder constituyente como orden de la
democracia/verdad y el poder constituido como orden del derecho/conocimiento y
a su turno la democracia como orden de la auténtica subjetividad política y el
derecho como el orden de la sumisión jurídica. Primera conclusión: el poder
constituyente es intransferible, el pueblo no se agota en el acto
constituyente, preserva intacto su poder como potencia(lidad) de ejercerlo
constantemente, es decir que el ejercicio del poder constituyente no se agota
en su acto, pues 1) la verdad no puede surgir de un conocimiento establecido
por reglas del lenguaje, sino, y únicamente con la trasgresión sin marcos de
ese lenguaje y la creación de uno nuevo; 2) el sujeto político llamado pueblo
no puede ser contenido por un acto de conocimiento del lenguaje pues éste es el
orden del poder constituido, y ya sabemos que el poder constituido es incapaz
de incluir o definir el sujeto llamado pueblo; 3) el pueblo solo deviene de su
propio acto constituyente; 4) La democracia hace parte del derecho sin que el
derecho pueda capturarla plenamente, el derecho lejos de definir la democracia
es su producto alterno y dependiente, si esto no es cierto, es decir si el
derecho define la democracia y por ende el poder constituido al constituyente,
el derecho recibe el nombre de tiranía, absolutismo, oligarquía, aristocracia o
totalitarismo pero jamás democracia.
Tercera
Tesis:
No es posible hacer
filosofía política o constitucional sin tener en cuenta las relaciones
simbióticas entre modernidad y colonialidad. No solo el capitalismo, sino el
derecho, el derecho internacional, el Estado moderno y el derecho
constitucional serían impensables sin la diada colonialidad/modernidad.
Cualquier ruta de emancipación democrática tiene que recorrer este camino. Es
esto precisamente lo que han reconocido y asumido plenamente los procesos
constituyentes en Venezuela, Ecuador y Bolivia.
Los procesos
constituyentes de refundación Venezuela, Bolivia y Ecuador no son simples
variaciones de las tipologías del constitucionalismo moderno occidental, como
sí lo es por ejemplo la constitución colombiana, sino una nueva forma política, jurídica y
cultural que implica la transformación total de lo que entendemos por
constitución, democracia y pueblo. De manera que mientras constituciones como
la colombiana son elongaciones de un proyecto colonial/moderno, y a pesar de
sus inmensos logros está encarcelada en su imposibilidad de transformar el
paisaje político y proyectarse hacia una democracia libre de agentes que la
determinan, los procesos constituyentes, en otras partes de América Latina son
revoluciones en el sentido entero de la palabra, es decir transformaciones del
tiempo, el espacio, el poder, el sentido de conflicto y de subjetividades
políticas cuya única marcha atrás sería una restauración de la modernidad que
transfigura y supera. Las nuevas formas
constitucionales que ahora emergen en América latina ponen de frente el desafío
de pensar la diferencia y la multiplicidad desde el abismo democrático y no
desde los derechos humanos, desde el poder constituyente y no desde el
constitucionalismo tradicional.
Para entender la
verdadera dimensión de estas revoluciones y la forma en que alteran por
completo modelos de democracia atados a proyectos modernos/occidentales, es
preciso entender una vinculación que satura por completo cualquier proyecto
analítico, crítico o descriptivo que se pueda emprender para entender estas
nuevas formas de constitucionalismo, nos referimos a la diada
modernidad/colonialismo. Si logramos asir esta profunda realidad, el camino
estará despejado para entender la forma en que estos proyectos no son simples
continuidades temporales de la modernidad, sino su más significativa fractura,
fundamentada en la apertura hacía una auténtica democracia que no depende de las
poderes constituidos, sino en el poder constituyente, donde el pueblo oculto es
el único artífice y razón de ser de la constitución.
Las américas no fueron incorporadas a un
sistema capitalista pre-existente, simplemente no habría existido capitalismo sin
las américas (Tlostanova & Mignolo, 2009). Por ello el vacío colosal de la
tradición constitucionalista de América Latina, lo que la hace una gigantesca
colección de basura editorial ha sido construir estatutos teóricos por fuera de
esta realidad monumental, y por ello el papel que termina cumpliendo con
creces, es precisamente ser un mecanismo formidable de la perpetuación de la
colonialidad. Creo que el Imperio no ha reconocido suficientemente la gran
labor que han desempeñado los constitucionalistas para el fortalecimiento de
las formas de opresión y extracción de los grandes proyectos imperiales de
occidente, sobre sus lomos obedientes y su fe ciega que no pregunta jamás ¿Por
qué? se sigue cargando el botín de la colonialidad.
Como explican
autores como Aníbal Quijano (2001) e Immanuel Wallerstein (1999), Occidente
está parado en dos mitos fundacionales, i) la idea que la historia de la
civilización humana es una trayectoria lineal y necesaria que arranca de un
estado de naturaleza y culmina en Europa como su único modelo, modelo que se
impone con toda la brutalidad de la violencia física y simbólica sobre los
mundos no europeos que por tanto son considerados como no-mundos ii) Que las
diferencias entre los europeos y no europeos son naturales-raciales y no la
consecuencia de la historia y del poder, esta segunda idea está cimentada en
una epistemología que dentro de Europa se llama humanismo pero que afuera opera
como una línea racial de exclusión y sometimiento que se escuda en proyectos
que se llaman a sí mismos científicos, racionales, ilustrados. Así el
evolucionismo y lo que Nelson Maldonado (2007) llama el maniqueísmo
misantrópico son la esencia del eurocentrismo.
Como sostiene el
argentino Walter Mignolo (2001), conceptualmente la colonialidad es el lado
oculto de la modernidad, esa diada modernidad/colonialidad significa que la
colonialidad es constitutiva de la modernidad, y que por tanto no hay
modernidad sin colonialidad. Esta extraña pero coordinada dualidad permite que
la modernidad tenga dos caras, dentro de occidente un efectiva evolución de lo
que Santos (2010b) llama regulación/emancipación, de libertades y prosperidad,
sin embargo su reverso en el mundo colonial es extracción y racismo, dominación
y exclusión, lo vital es que es imposible la parcelación de estas categorías
pues se implican mutuamente y son necesarias para su funcionamiento
concurrente. La colonialidad es el arma detrás de toda la retórica de la
modernidad que justifica cualquier tipo de acción, incluyendo la guerra como
fórmula para superar la barbarie y la ignorancia. Concluimos entonces que la
colonialidad es la cara oculta que habilita la misión desarrollista y
civilizadora de la modernidad, sin colonialidad estos proyectos carecen de
justificación interna.
La teología y la
evangelización cristiana se encargaron del primer periodo de dominación, sin
embargo a finales del siglo XVII sobreviene el relevo a partir de un lenguaje
secular y comercial que emerge de Inglaterra basado en la ganancia y la libre
circulación de las mercancías que sucedió el modelo español, así que bien puede
decirse que mientras España consideraba al mundo en su empresa colonizadora
como una iglesia, Inglaterra entra en escena y considera el mundo como un
mercado. Esta segunda etapa está marcada por una combinación anglo-francesa de
crecimiento económico, secularización y racionalismo que se apuntala en la
misión civilizadora del mundo occidental (Wallerstein, 1999). Después entra en
escena Estados Unidos, el más vasto poder militar y económico conocido por la
humanidad que no significa otra cosa la refacción y el perfeccionamiento del
aparato imperial-capitalista inglés, pues de un lado corta de tajo todo lazo
con las jerarquías del feudalismo vernacular inglés intensificando a la vez su
sueño de libertad de mercado a partir de una constitución expansionista. Así la
tercera etapa se centra en desarrollar lo subdesarrollado y modernizar lo
arcaico, aquí, la constitución juega el papel preponderante de judicializar
todos los conflictos políticos y reducirlos a soluciones técnicas que sustraen
toda su energía conflictiva.
La primera fase de la colonización se vincula
con la prolongación teológica de Europa a América u occidentalización, y la
segunda con el relevo de poderes coloniales, con la orientalización del resto
del mundo (Said, 1978), la primera tiene que ver ante todo con la limpieza de
sangre (Castro-Gómez, 2005), la segunda
con el surgimiento de la burguesía y la implantación planetaria del libre mercado
y sus escalas de división del trabajo.
Por ejemplo la Ilustración en Colombia, en
palabras de Castro-Gómez (2005) “no fue una simple transposición de
significados realizada desde un lugar neutro (el “punto cero”) y tomando como
fuente un texto “original”, sino una estrategia de posicionamiento social por
parte de los letrados criollos frente a los grupos subalternos”. La
colonialidad tiene entonces una ramificación fundamental, de un lado su
difusión e imposición desde occidente, pero de otro, para las elites
colonizadas que llevan a cabo un proceso de independencia meramente formal, la
Ilustración es el mecanismo mediante el cual se afirman en el poder a partir de
la supresión de la diferencia y como continuidad de los privilegios raciales de
los que gozan, una vez separados de la metrópoli, su lectura de la Ilustración
les permite la prolongación de un proyecto elitista, racista y opresivo, con lo
que se puede concluir que modernidad y colonialidad no son fenómenos sucesivos
en el tiempo, sino simultáneos en el espacio.
El verdadero
problema de la universalidad liberal es que nunca ha sido una auténtica
universalidad, palabras como derechos y libertad son minúsculos conceptos
elevados fraudulentamente al espacio de la representación universal. Ante la
farsa, la propuesta debe ser una filosofía de universalidad del marginado, del
desplazado, del pobre, del pueblo oculto, a esto apunta la filosofía
latinoamericana radical como compañera de los procesos de transformación antes
mencionados.
La opción
decolonial está presente en las transformaciones que toman lugar en la sociedad
civil, pero al ser su objetivo la transformación de subjetividades, la opción
decolonial es una intervención en la esfera de la sociedad política, concepto
este introducido por el historiador social indio Partha Chaterjee (2006) y que
se refiere a una amplia gama de actividades que no pertenecen a la sociedad
civil, pues no pueden ser inscritas ni en el Estado ni en el mercado. La
sociedad política representa los discursos y las formas culturales que están
por fuera de la representación o registro en el Estado y el mercado y por tanto
son sub-alternas. Así, mientras que la sociedad civil requiera, para existir y
pronunciarse, de la aprobación o el reconocimiento del Estado o del mercado, no
puede hablarse entonces de opciones decoloniales pues el Conflicto queda
suprimido y devuelto a su momento gestacional como universo completo dominado
por la gramática estatal.
El punto nodal
entre las nuevas realidades latinoamericanas y la opción decolonial se hace
evidente en la generación de una auténtica fenomenología pues exalta las
experiencias subjetivas diversas en un plano de igualdad. No existe
pluri-nacionalismo- o pluri-culturalismo sin un auténtico movimiento
fenomenológico, la fenomenología, como experiencia de una primera persona
amplificada, el fenómeno no de la primera persona racional y excluyente
kantiana, sino la primera persona como cualquier persona, desde la hegemónica
hasta la colonial, se traduce en la suspensión ontológica que permite la
apertura de los sujetos, sin dependencias infinitas en objetos que nacen de
alguna espontaneidad glorificada y artificial. Ello permite releer la historia
y saber que sí hay que hacer, que el cambio sí es posible; permite saber que
las relaciones sociales son todas contingentes y están articuladas a partir de
un antagonismo cuyo desenlace no está decidido de antemano.
Cuarta tesis
En Latinoamérica, la
categoría “Nación” ha obrado como un agente de exclusión social y política por
excelencia, en vez de haber sido una herramienta de emancipación y resistencia
lo ha sido de dominación y destrucción de la diferencia, es en la Nación donde
hay que ubicar la transformación de un proyecto colonialista a un proyecto de
colonialidad[1].
Sub-tesis:
el derecho constitucional latinoamericano, cuando se adapta pacíficamente a los
postulados clásicos del derecho europeo y no hace la más mínima reflexión sobre
sus fundamentos y límites teóricos resbala a ocupar el lugar de un lacayo de la
historia y auxiliador de primera mano de la brutalidad de la exclusión social.
El concepto de Estado-Nación es quizás el agente ideológico más poderoso en
la estructuración de la modernidad occidental, su unión con una teoría del
derecho que se autodenomina racional, garantiza su inmunidad ante cualquier
tipo de oposición y asegura que su contenido penetre y defina cada una de las
formaciones políticas y jurídicas del mundo moderno.
Para Giorgio Agamben, el Estado-nación es el lugar de concreción de la
biopolítica moderna, la versión más cruda y avanzada del poder de la violencia
del derecho sobre las personas, fundada en el nexo funcional entre una
localización determinada (tierra) un orden determinado (Estado) y mediado por
reglas que inscriben constantemente la vida (nacimiento, sangre, pertenencia)
como vida desnuda, como intervención directa de la violencia del Estado sobre
la vida y los cuerpos de todos (Agamben, 1998, 226).
La cuestión acuciante y definitiva no es saber como hizo el concepto de
Estado-Nación para sobrevivir grandes transformaciones, revoluciones, descubrimientos
y sacudidas históricas como la revolución científica, los cismas religiosos, el
imperialismo europeo, revoluciones burguesas, la revolución industrial, la idea
de constitución, el fin de eras y el comienzo de nuevos mundos. La cuestión
puesta adecuadamente es como hizo el concepto de Estado-Nación para engendrar
todos estos profundos cambios, ¿Qué hay encerrado en su esencia jurídica y
desplegada en su acción política que precisamente sea una especie de motor
inmóvil de la historia moderna occidental?
Siguiendo al filósofo esloveno Slavoj Zizek el Estado Nación es la historia
de la transustanciación violenta de las comunidades locales y sus tradiciones a
la nación moderna como “comunidad imaginada” (Zizek, 2001, Pp 183-202). La
nación en términos de la Europa moderna
es la represión de modos de vida
locales originarios y su reinscripción en la nueva tradición inventada y
abarcativa. Desde mi punto de vista el Estado-Nación es la invención del
régimen jurídico moderno a partir de cuatro falacias
- Identidad nacional. Un fenómeno
artificial impuesto por la violencia del derecho, basado en la represión
de las tradiciones locales previas, donde la lógica operante es la lógica
de la exclusión como formación, es decir que solo hay identidad en la
ubicación de la diferencia absoluta por fuera del contexto de la nación.
Yo me identifico a partir del Otro absoluto que excluyo, no solo como
diferente a mí, sino como mi negación. El derecho es el mecanismo que le
sirve a la nación para contener y reducir, extirpar y mutilar.
- Un modelo universal de cultura que es
el europeo-occidental que demarca el adentro y afuera de la verdad
política, que obliga a que toda diferencia desaparezca y la humanidad se
someta pasivamente a los significados rígidos impuestos desde la
centralidad de los estados nación europeos.
- La Nación como esencia o motor de la
historia. Desde los primeros alumbramientos contractualistas de Hobbes,
Locke, Grocio y Althusius, hasta su refinación en Vico y Herder, se
construye la Nación dentro de un historicismo racional, donde la historia
es sinónimo de la historia de todas las naciones (europeas), donde toda
perfección humana es en cierto sentido nacional (Hardt & Negri, 2005
pp 146). La identidad se concibe no como la resolución de diferencias sociales
e históricas, sino como el producto de una unidad primordial. La nación es
una figura completa de soberanía anterior al desarrollo histórico. El
genio que construye la historia y desmiembra las amenazas de diferencia y
multiplicidad. La solución a la crisis de la modernidad es la idea que el
nacionalismo es una etapa ineludible del desarrollo. Ello deriva en que el
Estado-Nación constituye un equilibrio temporal precario entre la relación
con una Cosa étnica particular (pro patria mori) y la función universal
del mercado (Zizek, 2001, Pp 187). El Estado-Nación consolida la imagen
particular y hegemónica de la sociedad moderna, la imagen de la victoria
de la burguesía que adquiere así un carácter heroico, histórico y
universal. La particularidad nacional es un potente universal que coloniza
la diferencia y la retorna a la homogeneidad. La actividad económica
aparece sublimada al nivel de Cosa étnica (Lacan, 2004), legitimada como
una contribución patriótica a la grandeza de la nación.
- A través de la reducción de la
multiplicidad a la fuerza del UNO, la Nación se convierte en el vehículo
del colonialismo. El colonialismo es una máquina abstracta que produce
alteridad e identidad. El proyecto
imperial y colonizador europeo se soporta en todas sus bases en el
Estado-Nación. Para los dominios imperiales europeos se trata sociogénesis
(Wynter, 1991), un régimen de producción de identidad y diferencia.
La soberanía nacional produce continua y extensivamente el milagro de
incluir las singularidades en la totalidad, las voluntades de todos en la
voluntad general. Así como el Imperio romano utiliza la concentración del
derecho como el aparato de mayor penetración y dominación de sus colonias
a través de la idea de un Ius
gentium que refleja la universalidad de los principios que nutren el
espíritu y la obra humana y le permite al Imperio aplanar toda diferencia
y establecer un único vínculo entre las colonias y la idea de Roma,
logrando que cada diferencia cultural, política y jurídica quede reducida
al prurito de la supremacía de la virtud y la civilización romana; el
derecho internacional moderno se convierte en la resurrección del proyecto
de humanitas romana, de un lado
garantiza la toma ordenada y estratégica de territorios por parte de los
Estados nación europeos, trazando un derecho de guerra que permite la
igualdad y estabilidad dentro de la geografía europea occidental (derecho
internacional) y la vez se convierte en el instrumento que permite reducir
las diferencias de un mundo múltiple colonial a la unidad jurídica del
Estado-Nación, dicha treta obra más allá de lo jurídico, implica que el
modelo mismo de humanidad está encerrado dentro de las dimensiones del
Estado-Nación y por tanto el mundo colonial tiene que ser su reflejo y su
forma, pues allí yace el verdadero valor de la humanidad cultural, social,
económica y política.
El Estado-Nación es el evento de la modernidad, su morfología esta
soportada en su trascendencia ideal, un constructo derivado de la perfección
del método científico que incorpora la perfecta sistematicidad lógica interna
de los sistemas matemáticos y la simetría total con el método racional.
La Nación fija un modelo particular de ser humano, el ciudadano, muy
particular, muy europeo y lo eleva a un valor universal que debe ser copiado,
genera todo un aparato de imposición y mímesis, ese ciudadano se convierte en
la línea de demarcación del derecho, el vigilante que cuida la zona fronteriza
garantizando que el grupo nacional sea compacto y homogéneo y por supuesto
evita filtraciones o adulteraciones al sistema. Valores como la civilización no
existen como modelo abstracto y absoluto, se construyen a partir de la
construcción del Otro, el negro lascivo, el indígena perezoso. Es claro a estas
alturas que el reverso de la nación es el pueblo oculto y que ese pueblo oculto
es el sujeto de la colonialidad. Ahora, estas son lecciones muy bien aprendidas
por las élites criollas que adaptan el modelo en la independencia para
continuar la dominación y la exclusión de poblaciones y territorios densos y
sumamente complejos (García Linera, 2008).
- LAS PARTÍCULAS INDIVISIBLES DEL
COLONIALISMO Y LA COLONIALIDAD
La construcción de una diferencia racial absoluta es la base esencial para
concebir una identidad nacional homogénea (Hardt & Negri, 2005) (Mignolo,
2001). El Estado-Nación y sus dos partículas indivisibles se reproducen en los
proyectos constitucionales post-colonialistas. El modelo de la nacionalidad se
trasplanta a los movimientos de independencia y se pone como eje de la misma,
de manera que simplemente reproduce el esquema de exclusión, de un lado, la
fuerza del Uno nacional somete al mestizo-indígena y afro descendiente, y al negro, y al indígena al modelo único del
criollo ilustrado y con patrimonio; mientras que del otro, el modelo secular de
Estado inhibe cualquier creación de comunidades políticas que desafíen su
perfecto arquetipo, así, los ejidos, las comunidades cooperativas, las
sociedades ancestrales o el movimiento de los comuneros serán arrasados y
vueltos polvo por el proyecto de modernización sostenido e impulsado plenamente
por los estados nación latinoamericanos. El modelo hegemónico del Estado-Nación
no permite hablar desde la historicidad de pueblos que han burlado la historia,
que la han vivido no como un continuo unificado, no como una superposición de
fases evolutivas, sino que la han vivido dentro del mito, dentro de la
colección de instantes sagrados, de interiorizaciones colectivas que deshacen
el individualismo. El Estado-Nación es la
violencia total sobre el lenguaje, una violencia que sólo puede derivar
en la destrucción de la diferencia y la concentración absolutamente ficticia y
forzada de la unidad.
El colonialismo es una máquina abstracta que produce alteridad e identidad.
Así esa colosal máquina de fabricación de estratos y jerarquías, de invención
de sujetos y alteridades absolutas, esa máquina llamada Nación, en
Latinoamérica, lejos de encerrar la promesa de emancipación y las claves del
progreso y la justicia social, ha sido precisamente el punto de fuga de la
energía democrática, la palabra que anuncia el silencio y la inanición del
cambio social, la eliminación de alternativas de organización social y la
reducción del individuo a un modelo rígido y predeterminado.
- LA INDEPENDENCIA EN AMÉRICA LATINA:
DEL COLONIALISMO A LA COLONIALIDAD
Lo que no hay que perder de vista es que la historia compartida entre
Occidente y Latinoamérica crea una serie de desordenes temporales y
complicaciones históricas que una teoría del derecho tradicional ha sido
incapaz, (al menos hasta el siglo XXI), tanto de absorber o entender y mucho
menos de crear una propuesta alterna, de manera que el derecho constitucional
latinoamericano, cuando se adapta pacíficamente a los postulados clásicos del
derecho europeo y no hace la más mínima reflexión sobre sus fundamentos y
límites teóricos resbala a ocupar el lugar de un lacayo de la historia y
auxiliador de primera mano de la brutalidad de la exclusión social.
Un muy buen ejemplo lo podemos captar en una fábula desarrollista que
gravita como verdad dogmática en nuestra teoría constitucional según la cual lo
que le falta a Latinoamérica es vivir la modernidad, que nos hemos saltado ese
paso indispensable para la modernización de nuestras sociedades y por tanto que
el progreso nos es esquivo. Esta fábula no solo es mezquina en el sentido en
que fija como aspiración histórica la pantomima de una pretendida evolución y
progreso occidental, lo cual de por sí es falaz y muestra la subordinación de
nuestra teoría constitucional, sino que pierde toda tracción histórica de
nuestra realidad colonial. La colonización, en sus formas y necesidades, derivó
en que las colonias se convirtieran en estados modernos mucho antes que la
Metrópoli, no nos ha faltado modernidad, por el contrario nos ha sobrado. Como lo
establece el teórico colombiano Roberto Vidal “La monarquía católica española
enfrentó el desafío de crear sociedades, instituciones, devociones y derechos a
la medida de las pretensiones de dominación colonial. La obsesión por impedir a
toda costa la formación de poderes feudales que desafiaran la autoridad del
rey, los llevó a crear lentamente una amplísima y costosa burocracia
centralizada que gobernaba mediante un sistema administrativo de toma de
decisiones que se transmitían como normas jurídicas de obligatorio cumplimiento
en todos los ámbitos de la vida social y política” (Vidal, 2010). Lo paradójico
es que el complemento de esta modernización es una aplicación intensa de
conceptos jurídicos netamente medievales para dividir la sociedad a partir de
criterios de raza y etnia y garantizar así que el plano colonial correspondiera
a una sociedad moderna completamente diferente a la sociedad matriz de la
metrópoli, por ello concluye Vidal “la monarquía española construyó un Estado
no democrático que usaba intensamente el monopolio del derecho y la limitación
estricta de las competencias de las autoridades, salvo la del rey… (E)l nuestro
tal vez sea uno de los más antiguos Estados modernos en la historia, cuya
creación, diseño y barroca invención se remonta al momento de la conquista
americana. Varias fueron las innovaciones que crearon una enorme distancia
entre las monarquías bajomedievales europeas y lo que habrían de ser las
sociedades coloniales americanas” (Vidal, 2010). Así mientras España seguía siendo
medieval América ya era moderna, pero de una forma aberrante, se puede decir
que América estaba construida bajo una paradójica relación del Estado nación,
un Estado moderno y una nación medieval. Las líneas raciales ya estaban
trazadas meticulosamente, la administración intensa sobre las personas, los
territorios y las cosas correspondían ya a una ejecución jurídica instalada a
través de 300 años de sometimiento. Los procesos de independencia, más que un
ejemplo de rompimiento histórico fue el periplo de continuidad heredado por los
criollos ilustrados blancos de Latinoamérica. No en vano los procesos de
independencia tienen a la cabeza criollos ricos que se benefician al mantener
el mismo diseño social de separación y marginamiento bajo el poderoso concepto
de nación.
La independencia, como fue Utrecht un modelo de sucesión imperial, es
simplemente la continuación de la hegemonía blanca criolla, no hay una ruptura
esencial, todo lo contrario la idea perseverante es la continuidad de la idea
de Nación involucrada profunda e indivisiblemente con el concepto de Estado.
El pueblo del que hablaron las constituciones post independentistas, eran
grupos reducidos de personas que habían alcanzado la categoría de ciudadanos y
que se convertirían en una aristocracia excluyente, con pocos mecanismos de
ascenso socio-político (Vidal, 2010). Las constituciones
independentistas, reducen la categoría de pueblo a la nación, en un
adelgazamiento de sus características de multiplicidad étnica, cultural y de
variedad de manifestaciones políticas al refractario concepto de Nación que
admite únicamente la fracción de esa población que se asemeje a la categoría de
ciudadano, se trata de la misma artimaña empleada por el Abate Sieyés en medio
del incendio revolucionario francés, la Nación recorta las dimensiones del
pueblo y lo convierte en un falso lugar para la democracia. Como lo establece
el teórico Costas Douzinas (2010, pp. 7) al seguir la lógica dibujada por
Agamben (1998, pp. 173), al referirse a la trampa performativa de la
Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano “La Declaración francesa
es especialmente categórica en cuanto a la verdadera fuente de los derechos
universales. Persigamos velozmente su estricta lógica. El artículo primero
declara que los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. El
artículo segundo establece que “La finalidad de todas las asociaciones
políticas es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles”,
mientras que el artículo 3° procede a definir tal asociación: “la nación es
esencialmente la fuente de toda soberanía. Nos topamos con la típica acción
performativa de la declaración: crea lo que dice simplemente anunciar. Los
derechos son declarados a nombre del hombre “Universal”, pero es el acto
enunciativo el que crea los derechos y los enlaza inmediatamente con un nuevo
tipo de asociación: la Nación y su Estado. Es en la nación y en el Estado donde
se deposita toda la soberanía creadora del derecho, designando en el acto una
especie singular de hombre, “el ciudadano nacional”, como el único beneficiaro
de los derechos. Desde este momento, la pertenencia al Estado, la soberanía y
el territorio sigue el principio nacional y pertenece a un tiempo dual. Si es
cierto que la Declaración inauguró la modernidad, también inauguró el
nacionalismo y todas sus consecuencias: el genocidio, las guerras étnicas y
civiles, la limpieza étnica, las minorías, los refugiados y las personas sin
Estado” (Douzinas, 2010). Como concluye categóricamente Vidal “Este modelo de
Estado duró trescientos años, cien más de lo que ha durado la república. Sobre
este Estado tuvo lugar la rescritura de la Independencia (Vidal,
2010)”.
La conclusión entonces no puede ser otra que la independencia de
Latinoamérica, no ha sido una verdadera independencia, sino la continuidad de
un modelo estratégico de exclusión jurídica. La universalización del concepto
de Nación ha permitido que durante siglos élites muy precisas definan desde un
lugar privilegiado la pertenencia o no de inmensos grupos sociales.
Quinta
tesis:
Dado que el orden de
la democracia es el conflicto, la democracia es la anulación de las condiciones
para gobernar y por ende es la única y auténtica forma de lo político.
El derecho como
despolitización del conflicto es la operación constante en occidente, desde la
escolástica, pasando por la colonización, la ilustración, hasta llegar al
multiculturalismo pos-moderno, su función ha sido sujetar el conflicto a
intensas zonas de codificación, para luego comprimirlo, primero, en la
modernidad liberal a subsunciones determinadas en lo jurídico como única medida
de la realidad y hoy, en la posmodernidad liberal, reducirlo un problema de
simple tolerancia cultural, algo “dado” insuperable, donde la diferencia y
asimetría, como sostiene Zizek (2001, 2009) no son tratados como problemas de
inequidad, injusticia u opresión sino
como normalizaciones controladas por super-esquemas como el modelo deliberativo
habermasiano.
El
multiculturalismo y pluralismo como reingeniería del liberalismo llevan su lastre
totalitario, pues implican la reducción de verdaderos conflictos políticos a
simples problemas de adecuación textual, a meros problemas de admisión
asimilativa de la diferencia, se trata del trabamiento o clausura de la
democracia que bloquea las oportunidades de contestación, de la imposición
directa de límites de lo que es jurídicamente negociable. Se determina desde
adentro quién y qué se incluye dentro del diálogo. El proceso solo puede
derivar en consenso; no se permite salirse de los protocolos del derecho y se
anula de tajo la posibilidad de intentar un diálogo estratégico o de
resistencia (Christodoulidis, 2007). En una simulación simbólica, el
antagonismo es renegado a calificaciones estrictas en las que se desarticulan y
aplazan las demandas populares y se retiene la posibilidad de que las partes
débiles o invisibles usen un lenguaje que no sea el de la parte fuerte de la
institucionalidad. El punto de fuga es
este: las normas procedimentales de las democracias liberales, tal como son
articuladas por el multiculturalismo y el pluralismo, suponen actos previos de
inclusión y exclusión que resisten cualquier tipo de legitimación dentro del
marco constitucional que ellas mismas crean, de manera que el principio de
reciprocidad ya está definido de antemano y distribuido herméticamente entre
unos participantes determinados y un procedimiento inamovible y por tanto
indiscutible.
El auténtico conflicto aparece cuando el
antagonismo se cierne entre grupos desiguales, entre un supuesto “adentro”
confinado racionalmente y un afuera desterrado, habitado solamente por los
excluidos; como bien sabemos ya no se trata de un afuera absoluto, sino de una
afuera paradójico, el excluido está en el umbral, la nuda vida del pueblo está
oculta en la suspensión del derecho en el estado de excepción. De suerte que,
únicamente cuando se produzca una colisión absoluta entre estos dos mundos y
cada uno quede expuesto en su integridad puede hablarse de diálogo y democracia,
pero además, solo allí se puede acudir a la materialidad de lo político como
cruce indiscriminado de líneas conflictuales entre estos dos mundos, es decir
que para que aparezca un auténtico sujeto político, el biotipo del
encerramiento consensual y racional debe quedar destrozado. Sólo en el
encuentro traumático entre el mundo del ciudadano con derechos, supuestamente
libre y racional con el desterrado y marginal podemos someter a valoración la
validez del consenso que creó estas criaturas emancipadas y racionales, con su
contracara excluida. Aquí la igualdad deja de ser presupuesto y se convierte en
el límite mismo del discurso. No se trata entonces de un juego del lenguaje,
sino de su apertura y reapropiación por el sujeto externo e irracional; se
trata de picar esa genética abismal y monstruosa y eliminar el límite que
postra el discurso externo. Claramente la negación de esta posibilidad yace en
la violencia que preserva el derecho y que pretende reducir cada encuentro
traumático a un a mera condición de adecuación del excluido a las reglas
procedimentales del diálogo normativo, lo que no ha logrado captar el
constitucionalismo es que dichas reglas son precisamente las que determinan la
exclusión e imposibilidad de apertura o encuentro entre estos dos mundos. Es
aquí donde está la candidez o simple mala fe del constitucionalista
vanguardista o neo-constitucionalista, que con superficialidad absoluta
pretende crear campos de inclusión a partir de un derecho que, ignoran o
quieren ignorar, ha sido la fórmula de exclusión. De manera que dicho
vanguardismo de la inclusión en vez de concretar la democracia y develar el
verdadero pueblo oculto, aplaza y posterga su capacidad emancipadora, al tiempo
que fortalece y blinda un sistema que está afianzado en la negación absoluta de
la democracia.
Cuando aceptamos que el verdadero pueblo de
la democracia es el pueblo oculto, que su economía es soportar sobre su
excepcionalidad la totalidad de la estructura del derecho moderno, que el rasgo
distintivo del constituyente es su potencia de hacer o no hacer
indiferentemente del acto constituido, y ponemos estos axiomas de frente y sin
concesiones ante la definición clásica de democracia, lo que resulta es una
unión de sentidos tan sólida que extraen al liberalismo moderno de su madriguera
y evidencian la forma en que sus artificios de ocultamiento del pueblo en la
democracia quedan desvalidas y son incapaces de recomponerse como unidad
política. De la simple derivación de su nombre podemos establecer que la
diferencia radical y determinante entre la democracia y cualquier otro sistema
de atribución y designación del poder es que en la democracia el sujeto está
marcado por una división trascendental y única; el presupuesto de la democracia
es que el sujeto político es tanto gobernante como gobernado. El sujeto en la
democracia forma parte tanto de la decisión de gobernar como sobre quien recae
la obligación de observar la norma de conducta.
Como ya nos debe ser claro no existe sujeto
previo a la política; la política, como antagonismo, es el lugar donde se asoma
y se crea el sujeto, es la relación política interna entre sujetos el momento
de inicio de la política (Ranciere, 2006), por lo tanto el verdadero sentido de
la política solamente puede ser un estar en “común”. La paradoja de la política
está apostada exclusivamente en la democracia, donde gobernar (archein) y ser
gobernado (archestai) recaen sobre el mismo sujeto. Es la interjección entre
estos dos términos contradictorios lo que da forma y fondo al sujeto, la
democracia desaparece en un soplo cuando esta relación es desechada y el
archein es sustituido por una entidad secundaria y derivada como el Estado o el
derecho, no se trata siquiera de una crítica a la democracia representativa, se
trata de una objeción más profunda y necesaria, como se ha demostrado, la
crítica radical apunta a denunciar la tramposa sustitución de la soberanía y
del poder constituyente que el Estado y el derecho logran cuando se apropian
del archein, no como el lugar del legislador convencional constituido, sino del
soberano.
Mientras que en la oligarquía, la
aristocracia o el absolutismo los sujetos políticos se definen desde el lugar
de enunciación de quien gobierna, la subjetividad en la democracia está
atrapada en esta relación múltiple y compleja. La democracia es precisamente la
ruptura de la lógica de la enunciación de arriba abajo o jerárquica.
Demos-arche es la paradoja de la conjunción no presente en oliga-archia.
Mientras que en los primeros tipos de
distribución del poder político, quien gobierna define la posición y situación
de los sujetos gobernados, en la democracia, como lo explica el filósofo
francés Jacques Ranciere (2001, 2006), el sujeto se define a sí mismo a partir
de su lugar central en la actividad política. La democracia no solo es el
rompimiento de la lógica de separación absoluta entre gobernante y gobernado,
sino que es la ruptura de la idea según la cual todo tipo de distribución de
poder significa un modelo preexistente; en otras palabras: que existe una
disposición previa o requerimiento natural para poder gobernar.
La democracia es precisamente la anulación de
las condiciones para gobernar; es el gobierno de aquellos que carecen de
cualidades o disposiciones para gobernar. Lo propuesto por la ortodoxia liberal
es precisamente el regreso de las condiciones. El populacho no puede gobernar;
necesitamos unos amos, sabios que nos digan desde su infalibilidad ilustrada,
cómo ser, cómo actuar y quienes somos.
Mientras que las otras formas de distribución
del poder político dependen para su existencia en cómo llenar el lugar vacío de
las cualificaciones “de los sabios sobre los ignorantes, de los ricos sobre los
pobres, de los poderosos sobre los débiles” respondiendo todas ellas según la
tradición platónica a una distribución natural de las diferencias —que ya
vienen establecidas por un marco universal y necesario—la democracia perfora
dicha lógica, pues implica la especie faltante de cualificaciones para
gobernar. El sujeto político esencial es precisamente el que carece de
cualidades para el archein (Ranciere, 2001).
El pueblo es precisamente esa parte, el
faltante de las cualificaciones naturales, y por tanto solo la democracia puede
entenderse como política, pues mientras en la oligarquía o en la aristocracia
el antagonismo ya fue definido por características naturales y lo que sigue es
simplemente la adecuación natural del modelo a la realidad, la democracia es el
lugar mismo donde el antagonismo no se ha resuelto, es una acción excepcional y
constitutiva del sujeto.
Pero es precisamente esa falta de
cualificación la que se convierte en el único requisito para ejercer la
democracia y constituir entonces la categoría de pueblo.
El pueblo no es una categoría definida formal
y previamente, y menos una categoría sujeta a la definición de poderes
constituidos por él mismo. Se trata de un concepto flotante y variable: los
excluidos de la economía formal, los cuatro millones de desplazados en
Colombia, los marginados, en pocas palabras el pueblo oculto, es el verdadero
pueblo de la democracia y por ende el único poder constituyente.
Lo común a la democracia es, por tanto, que
no hay otra construcción de la comunidad que no parta del requisito de no estar
calificado para gobernar según las formulas naturales de fuerza, sabiduría o
riqueza. La democracia revierte la lógica del arche como categoría que
antecede la política como fórmula de organización social. La conclusión de
Ranciere es entonces que el Demos designa precisamente la categoría de personas
que no son tenidas en cuenta en las otras formas de gobierno; el residuo que
las excluye de cualquier tipo de inclusión; los que son invisibles e inaudibles
para los gobernantes; los que no caben en los códigos férreos del derecho y su
distribución de intereses y deseos. El que habla cuando se supone debe callar,
el que se moviliza cuando se supone se debe quedar quieto. Ranciere (2001) nos advierte que
“estas expresiones no deben ser interpretadas en su sentido más populista sino
en su sentido estructural”. La mayoría siempre es la totalidad menos uno; ese
menos uno es la grieta, el vacío, el excedente que divide a la comunidad de la
suma de las partes sociales. Es el desafío sobre la homogeneidad y el consenso
social basado en la simple distribución de competencias e intereses.
Es aquí donde es revelador introducir la
diferencia hecha entre otros por Jean Luc Nancy (2000) y Alain Badiou (2003)
entre La política y Lo político, o la creada por Jacques Ranciere entre
Política y Policía (2006).
Para Walter Benjamin “La policía es un poder
con fines jurídicos (con poder para disponer), pero también con la posibilidad
de establecer para sí misma, dentro de vastos límites, tales fines (poder para
ordenar). El aspecto ignominioso de esta autoridad -que es advertido por pocos
sólo porque sus atribuciones en raros casos justifican las intervenciones más brutales,
pero pueden operar con tanta mayor ceguera en los sectores más indefensos y
contra las personas sagaces a las que no protegen las leyes del Estado-
consiste en que en ella se ha suprimido la división entre violencia que funda y
violencia que conserva la ley” (Benjamin, 2010, pp. 46).
La política es el orden institucionalizado
donde transcurre la negociación entre los incluidos institucionalmente, según
claves procesales precisas del lenguaje político ancladas a las reglas del
derecho. En palabras de Costas Douzinas (2010), “La política organiza las
prácticas e instituciones mediante las cuales el orden es creado” que pretende
neutralizar el conflicto y el antagonismo y llevarlo a la solución instantánea
de los procesos institucionales; mientras que Lo político es el espacio donde el antagonismo y el conflicto crean
los sentidos sociales.
La política garantiza la armonía de lo
establecido institucionalmente y se refiere a las reglas de juego que permiten
distribuir beneficios, recompensas y posiciones dentro de un acuerdo social ya
establecido; va desde las normas constitucionales escritas (la conformación de
quórums deliberativos en el legislativo) hasta normas implícitas a dicho
balance del poder (cuotas de partidos dentro de la administración pública).
Según La política, lo fundamental es
el mantenimiento del orden dado y la defensa controlada de los discursos que
satisfagan un estándar establecido por el statu quo; se trata de regular el
conflicto dentro de una zona de demarcación jurídica que lo reduzca a
reclamaciones institucionalmente ordenadas. Lo
político es el conflicto en su forma más primigenia; es el exceso o residuo
que las sociedades institucionalmente articuladas no pueden contener.
Lo político se expresa como retorno de lo
reprimido, de todo aquello que quedó por fuera de la zona de demarcación
institucional, cuando el invisible hace visible su herida, cuando reclama su
inclusión dentro de lo establecido, cuando reta de frente el orden como
excluyente. Lo político precede el
lenguaje jurídico, pues es en Lo político
donde se genera todo lenguaje. La
política es la adecuación del lenguaje a las formas que el mismo lenguaje
creó.
La política es la
acomodación o asignación dentro de grupos de interés bien definidos en la
institucionalidad; es una división de
lo sensible cuyo presupuesto es la homogeneidad de los sujetos participantes y
la ausencia de vacíos que determina quién está incluido y cómo está incluido. La fuerza de Lo político consiste
en transformar esta lógica visibilizando o haciendo sensible esa parte de
ninguna parte; una intervención decidida y transgresora sobre la armonía que
sostiene el aparato de creencias y acciones del orden establecido.
El fundamento de la democracia es entonces
el disenso y no el consenso. Los consensos son prefabricados “[…] el disenso no
es la confrontación entre intereses y opiniones, sino la manifestación de la
distancia que existe entre lo sensible y su enunciación” (Ranciere, 2001) que
hace colisionar los mundos, el mundo ordenado de los procesos políticos con los
objetos o sujetos arcaicos y aplastados de los regímenes políticos. En últimas, la democracia se trata
de un discurso pronunciado desde un lugar donde no se pueden pronunciar los
discursos, por un sujeto que no se supone que deba pronunciarse.
El pueblo no puede ser invocado desde lo
jurídico por la institucionalidad; pues como bien hemos visto el derecho es el
velo que oculta y paraliza al pueblo, el derecho en la modernidad es
precisamente la antítesis de pueblo pues su función como violencia que preserva
el derecho consiste precisamente en doblegar la nuda vida como gesto de
afirmación de su propia (falsa) soberanía. Es en este sentido que si agregamos
los elementos constitutivos del pueblo como excepcionalidad y potencia, a la
naturaleza de su definición clásica, solo podemos concluir que el verdadero
pueblo de la democracia es el que permanece oculto por pseudo-soberanos como el
Estado y el derecho y no la totalidad de una comunidad política que hemos
comprobado es imposible, si esto es cierto debemos concluir, en el mismo gesto,
que solamente el pueblo oculto puede ser el poder constituyente, pues otra
manifestación de poder constituyente es una simple reiteración de la violencia
que preserva el derecho que por simple lógica es la negación de la violencia
que crea el derecho.
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[1]Entendemos por colonialismo una intervención directa de dominio del
territorio de la administración y el gobierno, es decir una presencia directa
de las fuerzas invasoras, como el caso de la Corona española sobre sus colonias
en América, entendemos por colonialidad su transformación a diferentes tipos de
dominio económico, ideológico y de penetración de fórmulas jurídicas que
determinan el tejido de los entes coloniales, sin necesidad de una ocupación
permanente del territorio y cumplida a través de imposiciones que van desde
subordinación en organismos multilaterales, asesinatos selectivos, bases
militares, hasta la imposición sutil y efectiva de escuelas de pensamiento,
especialmente en el derecho, tal es el
caso de la dominación de Estados Unidos, desde la Doctrina Monroe sobre
América-Latina.
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